domingo, 19 de octubre de 2014

LITERATURA Y BOXEO: “EL ÁNGEL DE RINGO BONAVENA”


El ángel de Ringo Bonavena
Raúl Argemí
Novela
Ed. Edebé, 2012, 284 págs.

(Reseña publicada originalmente en la web de BoxeoTotal el 13 de febrero de 2014) 

¿Qué aficionado al boxeo no ha oído hablar alguna vez de Oscar “Ringo” Bonavena, el carismático peso pesado argentino asesinado a los 33 años en un burdel cerca de Reno, Nevada? Bonavena, además de tener los pies planos, era bajo para su categoría (1,78 m), pero más duro y tenaz que el clavo de un ataúd; era charlatán y fanfarrón (algunos comparaban su verborrea con la de Ali), excéntrico, bromista, filósofo callejero, bueno como el pan, generoso con sus amigos, devoto de su madre, dueño de un coraje a toda prueba y de unas facciones parecidas a las del beatle que le dio el apodo, pero mucho más marcadas; un rostro de boxeador capaz de ahuyentar al marine más osado en una pelea de bar. En los 68 combates que disputó como profesional se enfrentó a los mejores de su época: George Chuvalo, Joe Frazier, Jimmy Ellis, Muhammad Ali (que le propinó la única derrota por KO de toda su carrera), Floyd Patterson, Ron Lyle… consiguiendo un total de 58 victorias (44 KO), 9 derrotas y 1 empate. 

La manera más rápida y sencilla de describir El ángel de Ringo Bonavena sería decir que se trata de una biografía novelada del malogrado púgil porteño. Sin embargo, esta definición no acaba de ajustarse a esta estupenda novela de Raúl Argemí. Si bien los hechos que se relatan son esencialmente ciertos, la manera de narrar y la inventiva del autor hacen de éste un libro bastante especial; porque, como explica en una breve nota introductoria, “Ringo Bonavena más que un boxeador fue un personaje. Querido y odiado por partes iguales en toda Iberoamérica […] Esta no es la historia de su carrera ni de su vida, es la leyenda. Una leyenda que cuenta cuánto tuvo que ver con su ángel de la guarda, un ángel tan duro como él.”
 
Y así es; el libro no tiene un solo protagonista sino dos: Ringo Bonavena y Ángel, una especie de hermano gemelo enviado por Dios que hace de contrapunto de Ringo y que, aparte de él, sólo algunos son capaces de ver y oír. Ángel seguirá y protegerá siempre a su hermano, estará en su rincón en todos los combates y le acompañará en sus peores momentos. Por si fuera poco, entre el resto de personajes (que incluyen a los Beatles, Mirtha Legrand, El Mono Gatica, Goyo Peralta, Yoko Ono y Sally Conforte)  también figura “Tata Dios”, o sea, Dios Padre Todopoderoso, que observa desde el cielo la suerte de Ringo, ayudándole y guiándole cuando lo necesita pero también bajando a la tierra —encarnado en individuos de lo más insospechado— para castigarle cuando se lo merece. ¿Es posible juntar en una misma novela a un famoso boxeador, a su ángel de la guarda y al mismísimo Dios en persona de una manera verosímil? La respuesta es un contundente sí. Ese es el gran mérito de Argemí, hacer que todo encaje y que además parezca fácil y natural.
 
La trama abarca desde el nacimiento de Bonavena hasta su trágico asesinato a manos de un matón a las puertas del Mustang Ranch (todavía hoy se especula sobre el motivo, aunque todo apunta a un lio de faldas con la mujer del propietario del burdel), pasando por sus primeros lances como boxeador profesional en E.E.U.U., sus enfrentamientos con los más grandes —especialmente gracioso es su combate contra Frazier—, la vuelta a Argentina y su última gira estadounidense, todo ello narrado con un estilo fluido y accesible, lleno de modismos argentinos y punteado por el inconfundible sentido del humor de Bonavena, como en este diálogo que mantiene con un periodista:

“El de más acá: ¿Qué opina de los jóvenes hoy?
Ringo: ¿Por qué tengo que opinar de los jóvenes? ¡Qué sé yo de los jóvenes! Yo no tuve tiempo de ser joven… ¿Por qué no opina usted? ¿Qué piensa de los jóvenes?
—Usted es deportista, debería ser un ejemplo para los jóvenes.
—¿Estás loco vos? ¡Soy un boxeador! ¡Que se vayan a estudiar! ¿Qué tenés en la cabeza?” 

El libro está estructurado en 67 breves capítulos, lo que hace que su lectura sea muy ágil y cómoda. Si a eso le sumamos la magnífica edición de Edebé con su encuadernación en tapa dura, el generoso tamaño de la letra, la calidad del papel y la preciosa portada, no entiendo cómo no se acercan ustedes ahora mismo a su librería habitual para hacerse con un ejemplar de esta extraordinaria novela.

martes, 15 de julio de 2014

LITERATURA Y BOXEO: “ENTRE LAS CUERDAS”

Entre las cuerdas, cuadernos de un aprendiz de boxeador
Loïc Wacquant
Ensayo
Ed. Alianza, 2004, 242 págs. 

(Reseña publicada originalmente en la web de BoxeoTotal el 1 de febrero de 2014) 

La historia de este libro es bien curiosa. Su autor, Loïc Wacquant, no es escritor, ni periodista deportivo y mucho menos boxeador, sino un profesor de Sociología de la Universidad de Berkeley, California, que a finales de los años ochenta decidió realizar un estudio sobre la desigualdad social en un gueto de Chicago y como lugar de observación se apuntó a un gimnasio situado en un barrio degradado de mayoría afroamericana. Para su propia sorpresa, Wacquant se fue enganchando poco a poco al boxeo, empezó a entrenar con asiduidad y fue aceptado como uno más dentro de la pequeña comunidad negra de boxeadores del Woodland Gym —quienes lo bautizaron con el apodo de “Busy Louie” (algo así como “Louie el currante”)—, lo cual tiene su mérito, porque (no se dejen engañar por la portada) Loïc Wacquant es blanco, gafotas, enclenque y tiene cara de no haber roto un plato en toda su vida. Así, lo que empezó como una excusa para desarrollar un ensayo sociológico se acabó convirtiendo en el tema central del libro que nos ocupa. 

Como buen profesor universitario, investigador etnográfico y autor de otras tantas obras de teoría social, la prosa de Wacquant es bastante exigente; sin llegar a ser sesuda o incomprensible, sí requiere cierta atención y esfuerzo por parte del lector. No se trata de un ensayo ligero, aunque también es cierto que según avanzan las tres secciones en que se divide el libro, el análisis objetivo va dando paso a una mayor implicación y protagonismo del autor en el texto, haciéndolo más narrativo y menos académico.  

La primera parte, titulada La calle y el ring, es la más extensa. En ella el autor nos acerca a la vida cotidiana de un boxeador amateur y, por extensión, a la de todos sus compañeros del Woodland y especialmente a la de su entrenador, DeeDee. Como un voyeur que además de mirar por el ojo de la cerradura se atreve a meter la llave y cruzar la puerta para intervenir en la acción, Wacquant describe, explica, analiza y sintetiza las interioridades del boxeo, lo que ocurre entre bambalinas: las rutinas de los entrenamientos bajo la férrea disciplina de DeeDee —el único autorizado para marcar los tiempos— y las relaciones que se establecen dentro del grupo de púgiles, tanto amateurs como profesionales. El discurso está construido a partir de sus propias observaciones y experiencias, de las notas que tomaba casi cada día al llegar a casa después del entrenamiento, del abundante material fotográfico y las entrevistas grabadas in situ durante los tres años que duró su aventura. Al igual que en los libros de “periodismo participativo” de George Plimpton, el lector va aprendiendo a la vez que el autor los entresijos del deporte, y no sólo las cuestiones técnicas y físicas, sino también la sinergia sociológica: la administración del capital corporal, el imprescindible control de las emociones (la “educación emocional”) y la libido (el eterno debate sobre las relaciones sexuales antes de un combate), la elección de un sparring adecuado, el estilo de vida que rodea a un boxeador y los problemas que sobrellevan los deportistas en un contexto tan duro.  

En la segunda parte, Una velada en el Studio 104, Wacquant acompaña a un boxeador profesional, Curtis Strong, el peso superligero más prometedor del gimnasio, durante un combate. Aquí el análisis del autor gira en torno a una velada profesional: el pesaje, los personajes que ofrecen sus servicios a tanto por pelea (cutmen, preparadores físicos, masajistas, doctores…), los nervios y dudas del púgil antes de subir al ring, el desarrollo de la contienda y, finalmente, la celebración del triunfo. 

La tercera parte describe las propias vivencias del autor como boxeador para preparar su primer y único combate de los Golden Gloves, el torneo amateur más importante de Estados Unidos. Como decía al principio, tanto este capítulo como el anterior son menos teóricos y más narrativos que el primero. Aquí seguimos el intenso entrenamiento de “Busy Louie”, los ánimos de sus compañeros y el ambiente del gimnasio durante los días antes de la fecha clave, un ambiente marcado por aquella sorprendente derrota de “Iron” Mike Tyson contra James “Buster” Douglas a principios de 1990. Paralelamente, crecen los escrúpulos de su entrenador DeeDee acerca de si dejarle pelear o no: “Ashante me confesará que DeeDee había dudado hasta el último momento de dejarme subir al ring: «no quiero que maten a Louie».” Una vez acabados los tres asaltos, y tras las felicitaciones de sus compañeros por el buen papel realizado y por haber hecho honor al prestigio del Woodland, escribe Wacquant: “Ashante me pregunta con entusiasmo por mi próximo combate cuando DeeDee interrumpe el festejo: «No habrá una próxima vez. Ya has tenido tu combate. Ahora ya tienes bastante para escribir tu maldito libro. Tú no necesitas subir al ring».” 

jueves, 12 de junio de 2014

LITERATURA Y BOXEO: “EL ÚLTIMO GANCHO DE KID FRACASO”

El último gancho de Kid Fracaso
Pedro Flores
Poesía
Ed. El ángel caído, 2011, 44 págs. 

(Reseña publicada originalmente en la web de BoxeoTotal el 16 de enero de 2014) 

Hoy les presento un libro de poesía. Antes de que huyan despavoridos y abandonen inmediatamente esta página, permítanme decirles que yo tampoco soy un gran fan del género, a pesar de lo cual les recomiendo fervientemente la lectura de El último gancho de Kid Fracaso, breve volumen que recoge veintisiete poemas del canario Pedro Flores. Olviden sus prejuicios y sus reparos, aquí no encontrarán metáforas alambicadas, lenguaje artificioso ni conceptos enrevesados; de hecho, por no encontrar ni siquiera encontrarán rima, ni asonante ni consonante. Por eso, más que hablar de poesía, quizá sería más adecuado hablar de poemas en prosa o de prosa poética, un enfoque que no impide que aparezcan sublimes destellos de lucidez: “Me han dado hasta en los recuerdos”, reconoce un boxeador tras perder un combate en Sin tregua, “Mi alma debe demasiados años / de alquiler por este cuerpo” se lamenta un viejo púgil obligado a volver al ring para poder pagar todo lo que debe en Inventario. 

Como ven este no es un libro sobre ganadores. Flores no elogia la gloria del vencedor ni se deja deslumbrar por los focos del éxito, de la fama y de las grandes veladas con cinturones en juego. Tal y como confiesa el narrador de No tengo perdón, “Podría llegar a ser campeón. / Podría entonces tener un coche caro / y transigir en veladas benéficas. / Pero entonces esto perdería todo / su jodido lirismo.” Así, la suya es una poesía del fracaso, del knock out y de la caída —“Caer como un roble en sus dominios / después de cien años mirando al Sol / frente a frente” (Caer)—. Una poesía que da voz a esa masa invisible de púgiles del montón, los mediocres cuyos nombres nunca aparecerán en negro sobre blanco, los boxeadores de barrio, los pobres que luchan por algo más que el reconocimiento, los que pelean por la supervivencia: “Pero es siempre la misma mentira: / no es nada personal. / Otros aplauden. / Otros cobran. / La sangre es siempre la nuestra” (Hermanos de sangre). 

Los poemas de Pedro Flores están teñidos de melancolía, del sabor amargo de la derrota, de las frustraciones tatuadas en la piel, de la aceptación de las limitaciones que implica la vida arrabalera de la gente humilde, de las cicatrices que dejan las decepciones, de las batallas perdidas y de los triunfos a deshora (para otro año perdido sin pena ni gloria). “Salgo a la calle magullado y tuerto. / Suena desde algún lugar de este mundo / una enorme invisible campana / y comienza otro combate / en el que tampoco gano nunca” (Sin tregua). 

En general, se trata de composiciones de versos cortos que pocas veces superan las quince líneas y que incluso en ocasiones se acercan al haiku japonés, como en K.O. (“Si pintaran tu boca en el suelo… / Sería tan hermosa entonces / esa maldita costumbre / de besar la lona.”) e Inconvenientes (“Hace meses que no me dan una pelea: / sé fingir muy bien que me caigo, / pero no sé fingir que me arrastro.”)
El lenguaje, como les decía, es contundente, claro, directo y descarnado como el propio boxeo; Flores no busca decir nada más que lo que quiere decir. Sí detecto, en cambio, cierto gusto por las referencias a lugares y personajes de la cultura clásica (Cartago, Bizancio, los galos de Alesia, Alejandro Magno, un hoplita lacedemonio, las Termópilas, Serotrio, Hispania, Ulises…), lo cual no supone ningún problema para alguien que, como yo, no sea muy versado en esa temática.

Por si fuera poco, los poemas vienen acompañados de las magníficas ilustraciones de Agnes Daroca en las que predominan los colores vivos —el rojo sangre, los naranjas, ocres y negros— y los trazos expresivos que complementan perfectamente esta anatomía del fracaso que son los veintisiete poemas de Pedro Flores.
 

miércoles, 28 de mayo de 2014

EL ARTE CONTEMPORÁNEO COMO ESTADO DE ÁNIMO

Kassel no invita a la lógica
Enrique Vila-Matas
Novela
Ed. Seix Barral, 2014, 300 págs.

Me imagino que ya conocen la historia: en 2012 Vila-Matas fue invitado a participar en la decimotercera edición de la feria de arte contemporáneo Documenta de Kassel. Su tarea, sentarse a escribir en un restaurante chino de las afueras de la ciudad durante unos días, convirtiéndose así en una especie de instalación viviente. Esta extraña y atractiva propuesta se convirtió poco después en la novela Kassel no invita a la lógica, donde un narrador con alter egos (Autre y Piniowsky), relata sus experiencias durante una semana en el festival alemán.
A estas alturas creo que resulta intrascendente preguntarse si ese narrador es o no Vila-Matas. Por supuesto que lo es y no lo es; llevando una vida tan absolutamente literaria como la de Vila-Matas resultaría casi obsceno que ahora se pusiese a inventar aventuras, pero por otro lado sus aventuras no necesariamente son tan radicalmente literarias como para que no haga falta inventarlas también un poco.

Aunque hace años que la sigo, empecé a leer la obra de Vila-Matas relativamente tarde, recién estrenado el siglo, más o menos. Como tantos otros, me volví un fanático de su Historia abreviada de la literatura portátil, de ahí pasé a Bartleby y compañía, El Mal de Montano, Doctor Pasavento, El viaje vertical, etc. Es sin duda el autor del que más libros he leído —puedo decir que he leído prácticamente todo lo que ha escrito— por múltiples motivos: porque ha sabido crear su propio universo literario —una liga única en la que sólo juega él—, porque en su narrativa, como en el jazz, se respira improvisación y libertad, porque parece una buena persona, porque es raro, porque en ocasiones se contradice (como yo), por su finísima ironía, porque borra los límites entre géneros, porque me cuesta descifrar cuando habla en serio y cuando en broma, porque es humano, porque se repite mucho (como yo) y a veces es pesadísimo (como yo), porque trata de camuflar su fantasiosa erudición, porque a veces hace un triple salto mortal y ¡chimpum! cae de pie, porque miente (como yo), porque intenta que cada nueva obra sea diferente de la anterior, por su uso (y abuso) de la anástrofe, porque utiliza la angustia y el bloqueo como motor creativo, porque leyéndole uno aprende y porque abre un abanico de autores y lecturas paralelas prácticamente inabarcable —él me descubrió a Walser, a Gombrowicz, a Perec, a Montaigne, a Musil, a Lobo Antunes, a Tavares, a Argüello, a Chejfec y a tantos otros—.

Sin embargo, la razón esencial por la que leo a Vila-Matas con devoción no es ninguna de las anteriores, sino otra bien sencilla: porque leer a Vila-Matas me da ganas de escribir (seguramente por eso es considerado un “escritor para escritores”). En cada una de sus novelas encuentro mil y un estímulos para sentarme a aporrear el teclado —cosa que al final acabo no haciendo nunca—. Parece sencillísimo, sólo hay que mezclar un poquito de biografía, cierta rareza, algunas citas literarias y dejar vagar la mente para que lo amalgame todo, ¿fácil, verdad? Sí, ojalá lo fuera. De cada uno de sus libros saco tres o cuatro títulos, todos muy sugerentes, de obras que jamás escribiré: Circulaba por París un coche fúnebre, Lo que realmente pasa cuando no pasa nada, El espíritu de la escalera, Cuaderno de Praga o Un bar en las Azores...

Pero volvamos a Kassel… No sé por qué, pero la lectura de esta novela me produjo una extraordinaria somnolencia. Ojo, no aburrimiento, no bostezos, no cansancio, no desinterés; simplemente me daba sueño. Bueno, sí sé por qué: esa semana tuve mucho trabajo y llegaba muy cansado a casa. El caso es que a las pocas páginas me quedaba dormido y soñaba que era yo el que había viajado hasta Kassel en busca del misterio del universo, a iniciarme en la poesía de un álgebra desconocida, a desentrañar los entresijos del arte contemporáneo, a construirme una cabaña para pensar y a sentarme a escribir en el Dschingis Khan. Y así cada noche. El efecto se vio agravado al leer que “ninguna religión sirvió nunca para nada, pues el sueño fue siempre más religioso que todas las religiones juntas, quizás porque cuando dormimos estamos en realidad más cerca de Dios” (pg. 182) y que dormir “era como conectar con el sueño divino que sostiene el mundo”. Aun así, logré acabar el libro.
Debo decir que Kassel… no es la mejor novela de Vila-Matas ni tampoco la peor, con lo que gustará a sus seguidores y no dará motivos para cambiar de opinión a sus detractores.

Otro asunto es la defensa a ultranza del arte contemporáneo que hace el narrador, quien eligió tiempo atrás posicionarse en el bando de la vanguardia, enarbolar el estandarte de la innovación y la transgresión y apoyar a todos aquellos artistas que estuviesen de su lado. He estudiado demasiada arquitectura y arte modernos (casi todas las asignaturas optativas que cursé durante la carrera estaban relacionadas con la historia del arte y la crítica artística) como para mirar la creación contemporánea por encima del hombro con una risita irónica. Por tanto, no pongo en duda que una habitación a oscuras, una corriente de aire, un galgo con una pata rosa o un descampado lleno de escombros puedan considerarse obras de arte; pueden, en efecto, producir una especulación filosófica, estimular cierto conocimiento posterior y sugerir un análisis teórico más allá de lo que representan. De acuerdo. Pero exactamente lo mismo puede decirse de un buzón de correos, del vuelo de una gaviota, del perro de mi vecino, del sexto árbol de un parque o del atardecer de, no sé, el 13 de noviembre de 2006.
Es decir, no porque alguien —un artista— me presente algo relativamente cotidiano como arte, eso necesariamente va a desencadenar una serie de trastornos y emociones en mi interior (no necesito su bendición); es la predisposición de mi espíritu al visitar una feria de arte o una sala de exposiciones la que permite y facilita que se genere esa emoción. Sin esa predisposición del alma, un descampado es un simple descampado, cosa que no puede decirse, por ejemplo, de un cuadro de Velázquez (que no es un simple cuadro).
En consecuencia, tal y como yo lo veo, hoy en día el arte contemporáneo es más un estado de exaltación del ánimo del receptor que un mérito del productor. El mundo es arte; yo encuentro gozo estético y motivos de reflexión intelectual en cada esquina, en cada minuto de mi vida. Los embalajes de los productos del supermercado son un auténtico estallido de formas y colores, un prodigio del diseño gráfico, ¿hace falta que venga Andy Warhol a decírmelo? Lo único malo es que —como bien sabe el narrador de Kassel…— mantener ese entusiasmo, esa exaltación anímica, ese arrebato cuasi místico durante más de una hora agota terriblemente.
 

jueves, 24 de abril de 2014

LITERATURA Y BOXEO: "EL COMBATE", N. MAILER

El combate
Norman Mailer
No ficción
Ed. Contra, 2013, 265 págs.
 
(Reseña publicada originalmente en la web de BoxeoTotal el 23 de diciembre de 2013)

Seguramente ustedes ya conozcan la historia, bien porque tuvieron la suerte de vivirla en directo o bien porque vieron el famoso documental de Leon Gast Cuando éramos reyes (1996). Todos tenemos aquel KO grabado en la cabeza: el gigante George Foreman besando la lona como a cámara lenta tras una fulminante combinación de Muhammad Ali. Foreman cayó rodeando a Ali, intentando agarrarlo por la cintura con la mano izquierda mientras Ali lo seguía con la mirada y la derecha amartillada, una derecha que al final no lanzó para no estropear la estética de la caída. Fue justo al final del octavo asalto de un combate que se suponía que iba a ser el último de Ali y en el que muchos temían que acabase gravemente lesionado. Sin embargo, la historia se escribió de otra manera, y Norman Mailer (1923–2007), uno de los máximos exponentes del “nuevo periodismo” y ganador de dos premios Pulitzer, estuvo ahí para contarlo.

Kinshasa, Zaire (hoy República Democrática del Congo), 30 de octubre de 1974, 4 a. m. (el combate estaba previsto a las cuatro de la mañana para ajustarse al prime time de Estados Unidos). Por fin está todo listo para la disputa del campeonato mundial de los pesos pesados que va a enfrentar al temible George Foreman de 25 años (40-0-0, 37 KOs) con El Más Grande de Todos los Tiempos, Muhammad Ali, de 32 años (44-2-0, 31 KOs) tras un retraso de un mes por culpa de un corte en la ceja del primero durante un entrenamiento. Como decía al principio, todos ustedes ya saben lo que pasó sobre el ring: Ali sorprendió a todo el mundo haciendo exactamente lo contrario de lo que se esperaba; no bailó, se dedicó a aguantar los cañonazos de Foreman recostado contra las cuerdas (la famosa técnica posteriormente conocida como Rope-A-Dope), desgastándolo y esperando pacientemente hasta que vio llegar su oportunidad. 

Lo que probablemente desconozcan es todo lo que pasó fuera del ring y antes de la pelea —como ese silencio sepulcral, ese miedo latente en el vestuario de Ali antes de salir al ring que pone la carne de gallina—, y eso es precisamente lo que hace que este libro sea una narración extraordinaria. Norman Mailer, enviado a Kinshasa en calidad de reportero, fue testigo excepcional de todo lo que ocurrió durante la semana previa al combate. Asistió a los entrenamientos de ambos púgiles, a las ruedas de prensa que ofrecieron, al pesaje que se llevó a cabo… ¡setenta y dos horas antes de la pelea!, se alojó en el hotel donde estaba toda la comitiva de Foreman —además de la mayoría de periodistas enviados a cubrir el evento—, salió a correr unos kilómetros a las cinco de la madrugada con Ali e incluso se llegó a colar en su vestuario antes y después de la contienda, que presenció junto a George Plimpton en segunda fila de ring. 

Todas esas experiencias las plasmó en El combate, quizá la mejor crónica pugilística jamás escrita. La capacidad de observación de Mailer desde un puesto privilegiado junto a su magnífica calidad literaria y el gusto por las metáforas barrocas y sorprendentes hacen de este libro el retrato definitivo de un combate de boxeo.

Mailer describe a todos los actores de la obra, desde el controvertido y siempre polémico promotor Don King hasta el dictador del país, Mobutu Sese Seko, pasando por los sparrings (especialmente el de Foreman, Elmo Henderson) y los segundos de cada uno de los boxeadores: Angelo Dundee, Ferdie Pacheco y Drew “Bundini” Brown en la esquina de Ali y Dick Sadler, Sandy Saddler y el ex-campeón Archie Moore en la de Foreman. Por mucho que ya se conozca el final, al sumergirse entre las páginas de este libro uno tiene la sensación de estar ahí, en el Zaire, de estar viviendo el ambiente previo al campeonato del mundo, de respirar el mismo aire que respiraron sus protagonistas. 

Hace años, durante mucho tiempo, anduve buscando sin éxito un ejemplar de El combate. Encontré algunos de segunda mano en internet, en la edición de Grijalbo de 1976, por los cuales me pedían unas sumas obscenas de dinero. Finalmente acabé comprando uno a un precio alto, pero no desorbitado, que prefiero no recordar. Por suerte para ustedes la editorial Contra se ha encargado de reeditar este mismo año esta joya de la literatura boxística (que, por supuesto, me volví a comprar) a un precio más que razonable. No pueden dejar escapar esta oportunidad.
 

lunes, 31 de marzo de 2014

PREGUNTAS

El sentido interrogativo
Padgett Powell
Literatura experimental
Ed. Alpha Decay, 2012, 155 págs. 

¿Se puede construir una novela únicamente a base de frases interrogativas? No, no se puede. O mejor dicho, no sé si se puede —sería interesante que alguien lo intentara—, pero desde luego no es ni mucho menos lo que pretende Padgett Powell en este libro. Por lo tanto, a la pregunta que formula el subtítulo de El sentido interrogativo, ¿Una novela?, habría que responder que no, que no lo es, al menos si nos atenemos a la definición de “novela”  de la R.A.E: “Obra literaria en prosa en la que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de pasiones y de costumbres”. 

El libro de Powell no narra ninguna acción ni describe absolutamente nada. Simplemente está compuesto por preguntas y más preguntas una detrás de otra, a veces relacionadas entre ellas aunque en general no parecen seguir ningún orden concreto más allá del puramente aleatorio. Esto no impide que puedan “causar placer estético a los lectores”; se trata de un libro ingenioso y, a su manera, extremadamente interesante. Me explico: entre tantísimas preguntas es imposible que no hayan varias que nos toquen de cerca, que nos hagan reflexionar, que nos permitan abordar cuestiones que de otra manera nunca nos hubiésemos planteado. En este sentido se parece mucho al libro Me acuerdo de Perec que comenté hace poco en este mismo blog, especialmente cuando Powell nos interroga sobre si “¿Haber recogido cascos de Coca-Cola para cambiarlos por dinero se cuenta entre los recuerdos entrañables de tu infancia?”, y otras preguntas por el estilo. 

Hace tiempo tuve un compañero de trabajo muy preguntón (por no decir indiscreto); siempre estaba con un signo de interrogación colgado de la boca. La mayoría eran cuestiones anodinas que optaba por no contestar, pero entre toda esa avalancha interrogativa de vez en cuando el tío daba en el clavo. Esa era la pregunta que debía hacerme a mí mismo en aquel preciso momento. Pues esto es lo que ocurre con el libro de Powell. 

Inevitablemente, la lectura se demora más de lo que parecería a priori porque tarde o temprano el lector empieza a contestar al autor —en el fondo, a sí mismo—. Casi siempre basta con sí, no, no, sí, sí, no… pero a veces hay que pararse y pensar de verdad. Pensar a fondo. Por ejemplo:

“¿Cuál es el acontecimiento más importante que ha pasado cerca de ti? (Pg. 31)
Tras largas deliberaciones, creo que las Olimpiadas de Barcelona 92.

“¿Cuál ha sido, hasta la fecha, el mejor día de tu vida?” (Pg. 61)
Uf, difícil difícil… Cualquier día de verano en la playa de Empuries, pero no sé exactamente cuál. Sigo dándole vueltas…

“Si alguien se te acerca y te dice: «Llévame a donde la música» ¿de qué manera le responderás?” (Pg. 65)
Si es un hombre le llevaría a la estantería donde guardo todos mis vinilos; si es una mujer, ¡dios! le preguntaría si quiere casarse conmigo.

“¿Alguna vez has oído la expresión «Las palmaditas que te dieron en el instituto son las patadas en el culo que te dará la vida»?” (Pg. 98)
No la había oído, pero se ajusta tantísimo a mi propia experiencia que creo que la voy a adoptar como epitafio.

“¿Hay algo mejor que la nieve fuera y el fuego dentro?” (Pg. 140)
Definitivamente, no. Quizá el fuego acompañado de un buen libro y un vaso de single malt.          

¿Recomendaría la lectura de este libro? Sí, pero sólo a los que les pique la curiosidad o a los que busquen excentricidad y riesgo en la literatura más que un argumento. Hace años (¡casi qince ya!) estuve viviendo en Lyon con una beca Erasmus mientras “estudiaba” quinto curso de Arquitectura. Recuerdo que tanto alumnos como profesores solían echar mano con frecuencia de una coletilla que decía “Parfois c'est plus intéressant poser des questions que donner des responses” (“A veces es más interesante plantear las preguntas que dar las respuestas”). A pesar de que a menudo la utilizaban porque en realidad no tenían ni idea de la respuesta y les servía como elegante subterfugio (muy francés, todo sea dicho), estoy bastante de acuerdo con la frase. Sin embargo, en más de una ocasión me entraron ganas de decir “Sí, pero tampoco nos podemos pasar la vida preguntando, de vez en cuando también hay que dar alguna respuesta”. Pues eso, ¿se puede construir una novela únicamente a base de frases interrogativas?
 

miércoles, 26 de marzo de 2014

LITERATURA Y BOXEO: “EL PROFESIONAL”, W. C. HEINZ

El Profesional
W. C. Heinz
Novela
Ed. Gallo Nero, 2012, 381 págs.
 
(Reseña publicada originalmente en la web de BoxeoTotal el 4 de diciembre de 2013)
 
Hoy voy a hablarles de una novedad, El Profesional de W. C. Heinz, una novela publicada originalmente en 1958 recientemente editada en castellano por la editorial Gallo Nero. Heinz (1915-2008) fue un periodista deportivo estadounidense considerado el decano de toda una generación de escritores como Norman Mailer, Truman Capote, Tom Wolfe, Gay Talese o Hunter S. Thompson, que hacia los años 60 crearon aquella corriente que se dio en llamar “nuevo periodismo”, caracterizada por aplicar recursos y técnicas de la literatura de ficción a los artículos de prensa en los que el autor se implicaba directamente y asumía un mayor protagonismo.
 
Es importante tener esto en cuenta porque, aunque se trate de una obra de ficción, El Profesional también puede leerse como un extenso artículo periodístico. El narrador, Frank Hughes, es un periodista deportivo que acompaña al boxeador Eddie Brown durante todo el mes previo a su combate por el título mundial de los pesos medios con el objetivo de escribir un artículo sobre él. La acción transcurre en el campo de entrenamiento de Eddie, un viejo hotel destartalado junto a un lago a las afueras de Nueva York, regentado por el propietario y su mujer, donde también se alojan y entrenan otros púgiles. Las carreras matutinas, las dietas, el trabajo de gimnasio, la relación de Eddie con sus sparrings, con su mánager y su preparador físico constituyen el material que Hughes va recopilando para su artículo, y que por extensión, forma el eje principal de la novela.
 
Por tanto, más que una novela sobre boxeo quizá habría que hablar de una novela sobre las expectativas o la preparación antes de un gran combate de boxeo; no esperen encontrar aquí una acción trepidante, a lo largo del libro en realidad no pasa gran cosa. De hecho, el desenlace, lo que es estrictamente la narración de la contienda final —que exige un tremendo esfuerzo por parte del lector para no leer por adelantado— ocupa apenas 5 de las 381 páginas del libro. ¿Dónde radica, entonces, su interés? Pues, por ejemplo, en la habilidad de Heinz para construir todo un elenco de personajes extremadamente verosímiles, se diría que casi reales, que rodea a los protagonistas: Al Penna —boxeador bromista, siempre de buen humor—, Johnny Jay —preparador físico de Eddie, ex boxeador de verborrea incontenible cargado de anécdotas, como el hilarante método que usaba para evitar pelear en la corta distancia a base de comer ajo crudo—, Girot —el servicial propietario del hotel— y muchos otros más. Mención aparte merece Doc Carroll, mánager y entrenador de Eddie Brown, auténtico filósofo del cuadrilátero, acaso el último sabio del noble arte que, a pesar de llevar más de cuarenta años de experiencia sobre sus espaldas, nunca ha coronado a un campeón del mundo. La pelea de Eddie será su última oportunidad para conseguirlo.
 
También son excepcionales las reflexiones sobre la práctica boxística que comparten Hughes y Eddie a raíz de la muerte de uno de los personajes, sobre la génesis de la pulsión que lleva a un hombre a querer pegarse con otro —“¿Qué tienes en la cabeza cuando das a otro hombre un puñetazo lo más fuerte que puedes? / Quiero batirle. Él está tratando de batirme y yo trato de batirle. Eso es lo único que hay.”—, las contradicciones que ese instinto suscita —“Peleamos así diez asaltos. No aflojamos nunca y, cuando gané a los puntos, ¿sabes lo que quería hacer? (…) Quería besarle. ¿Cómo se habría visto eso? (…) Quiero decir, durante diez asaltos quise matarle y él peleó como si quisiera matarme, y luego quería besarle. (…) Explícame eso.”— y los remordimientos de conciencia que a veces implica —“Ezzard Charles me dijo una vez que, después de haber noqueado a un hombre, a menudo empezaba a pensar esa noche, o al día siguiente, que quizá podría haber ganado sin noquearle. Empezaba a arrepentirse del KO”—.
 
Estilo de la novela es ágil, W. C. Heinz se apoya básicamente en el diálogo para desgranar las relaciones entre los personajes y describir la tensa espera, la preparación previa a un combate con un cinturón mundial en juego.
 
Para acabar, permítanme reproducir un pasaje del libro que un servidor suscribe palabra por palabra. Me van a perdonar la extensión, pero creo que vale la pena: pueden ustedes hacer un copiar-y-pegar y enviárselo a todas aquellas personas que no entienden por qué aman (amamos) un deporte supuestamente cruel y violento como es el boxeo. 
 
“—¿Por qué te gusta tanto ver boxear?
—Porque veo muchas cosas en el boxeo
—¿A qué te refieres?
—A la ley esencial de hombre. La verdad de la vida. Es una pelea, un hombre contra un hombre, y si vas a derrotar a otro hombre, lo derrotas por completo. No le matas de hambre, como intentan hacer en el mundo competitivo, elegante y limpio del comercio. Le dejas allí tumbado, en el suelo, sin sentido.
—Supongo que es eso. No sé.
—Mira. Yo no estoy defendiendo esto. No estoy diciendo que sea bueno. Solo estoy diciendo que existe. Está en el hombre, en todos los hombres. Estoy en contra de la violencia. Detesto las discusiones. Creo en un mundo en el que todo se haga mediante la razón y con honestidad, y donde la fuerza no valga para nada. Quizá llegue dentro de siglos, pero por ahora todavía queda ese resto del animal en el hombre y la ley de la vida está todavía en la ley de la selva, en la supervivencia del más apto. Mientras eso sea verdad, creo que el hombre se revela a sí mismo de forma más completa en la pelea que en cualquier otra modalidad de reto expresivo. Es la guerra generalizada otra vez, y la autorizan y venden entradas y la gente va a verla porque, sin darse cuenta siquiera, ve en ella esta verdad.”
 
Sólo por estas líneas ya vale la pena que compren el libro.
 

domingo, 2 de marzo de 2014

EL PASEANTE DIGRESIVO

Ciudad abierta
Teju Cole
Novela
Ed. Acantilado, 2012, 294 págs. 

A esta fantástica novela de Teju Cole llegué gracias a este artículo aparecido en la revista Jot Down del siempre interesante Félix de Azúa. Hace años, cuando estudiaba en la sacrosanta Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona y lo tenía como profesor de Estética (a Azúa, se entiende, no a Teju Cole), su manera de dar las clases me pareció sumamente didáctica y amena, lo que me convirtió inmediatamente en un atento seguidor de todo lo que publicaba y sigue publicando. Y efectivamente, sus recomendaciones nunca fallan; uno siempre sabe que las novelas que sugiere Azúa son como las lecciones que impartía: instructivas a la par que entretenidas. De manera que no dudé en buscar en el catálogo virtual de las bibliotecas públicas de Barcelona el libro de Cole, que acabé encontrando en la biblioteca de Vapor Vell, en pleno barrio de Sants. Como vi que entre el fondo bibliográfico también figuraba un ensayo de Loïc Wacquant sobre boxeo que llevaba tiempo buscando para reseñarlo en la sección de “Literatura y Boxeo” de la web de BoxeoTotal en la que participo, me acerqué hasta allí con la moto y aproveché para sacar prestados ambos libros. 

La única razón por la cual les explico todo esto es por pura procrastinación, por retrasar al máximo el momento de hablarles sobre Ciudad abierta. ¿Por qué? Pues básicamente porque no sé muy bien por dónde empezar. Lo lógico sería explicar de qué va la novela, pero esa vía se agota enseguida: de un joven psiquiatra que pasea por Nueva York, viaja unas semanas a Bruselas y vuelve, ya está. Como ven, en el fondo no pasa gran cosa; de hecho, pasa muy poco, y sin embargo se trata de una novela increíblemente interesante, adictiva y excepcionalmente bien escrita.  

Los paseos de Julius, el protagonista, no son más que la excusa para dejar vagar sus pensamientos a la deriva, saltando de un asunto a otro y de un encuentro a otro. Los edificios de Manhattan, la psiquiatría —sus pacientes—, las conversaciones con las personas que se cruzan en su camino, las anécdotas sobre la historia y los lugares emblemáticos de la ciudad… la digresión, en definitiva, es lo que vertebra la narrativa de Cole. Aquí no hay conflicto (si acaso el único es el vagamente existencial del protagonista) ni trama trepidante ni acción a borbotones. Entre los muchos temas que desencadena el vagabundeo de Julius figuran el periplo de un inmigrante liberiano sin papeles, el análisis científico de las chinches (Cimex lactularius) y una interesante conversación sobre filosofía política e integración racial (ésta se desarrolla en un locutorio de Bruselas, no en Nueva York). Como ya se habrán fijado, no resulta nada sencillo hilvanar materias tan dispares en una misma línea argumental, y aún así Teju Cole consigue hacerlo de una forma sencilla y muy natural (aunque sí que es verdad que en algún momento se le ven un poco las costuras). Porque —quizá estoy dando a entender lo contrario— no perdamos de vista que se trata de una novela, y como tal también se nos habla de la vida pasada del protagonista, de su infancia en Nigeria y de sus relaciones familiares, especialmente con sus progenitores (ahí aparece un oscuro enfado con su madre que no se acaba de esclarecer) y su abuela europea. Incluso hay una especie de desenlace —o más bien revelación— final sorprendente que el autor tampoco parece interesado en aclarar, lo cual ni suma ni resta al excelente sabor de boca que deja la lectura de este libro.
 
Hace poco leía una entrevista a Stephen King (un autor al que, según avanzan los años y retroceden los prejuicios, cada vez tengo más curiosidad por leer) en la que afirmaba que leía unos cincuenta libros al año (creo que la cifra era aproximadamente esa, he estado buscando la entrevista en internet pero no la he encontrado), y eso además de pasarse unas ocho horas al día escribiendo. El periodista, sorprendido, le preguntaba de dónde sacaba tiempo para leer tantos libros, a lo que King contestaba que el truco estaba en aprender a leer a ratos cortos: en la cola del supermercado, en la sala de espera del dentista o en un atasco de tráfico; “una vez te acostumbras, te das cuenta de que el día está lleno de pequeños momentos que puedes aprovechar para leer” (cito de memoria).
Pues bien, Ciudad abierta pertenece a ese tipo de libros que uno desearía llevar siempre encima al salir de casa para poder leerlo en cualquier momento, aunque sólo sean tres minutos, aunque sólo dispongamos de cinco paradas de metro hasta nuestro destino... Tal es su poder de atracción.
 

lunes, 17 de febrero de 2014

LITERATURA Y BOXEO: “LA NOCHE”, ANDRÉS BOSCH

La noche
Andrés Bosch
Novela
Ed. Planeta (Col. Populares), 259 págs. 

(Reseña publicada originalmente en la web de BoxeoTotal el 20 de noviembre de 2013) 

Andrés Bosch debutó a los treinta y tres años en el panorama literario español con esta novela, ganadora del Premio Planeta en 1959. Bosch nació circunstancialmente en Palma de Mallorca en 1926, pero desde muy pequeño se trasladó a Barcelona, ciudad en la vivió hasta su muerte en 1984, a excepción de los dos años que pasó en América Latina (Venezuela, Colombia y Costa Rica) viajando y realizando trabajos esporádicos. En una entrevista afirmaba que escribió la novela en poco más de un mes: “Diez días tardé en planear La noche, luego la escribí en veintitantos.” 

La noche es una novela dura. El protagonista, Luis Canales, tiene 24 años, trabaja en una fábrica textil —donde se le conoce simplemente como “el-que-lava-las-madejas”— y vive en una casucha de un barrio periférico junto a una mujer a la que no quiere y dos hijos a los que casi no conoce. Un día un compañero de trabajo y boxeador, Bernardo Barba, le invita a ver uno de sus combates. Durante la pelea, Canales quedará fascinado por el boxeo, un deporte en el que ve una forma de autoconocimiento, la posibilidad de descubrir quién es en realidad: “Al presenciar el combate de Bernardo contra Collado, me di cuenta de que en el boxeo uno podía llegar a ser lo que uno realmente valía. Que allí había una escala de valores, y que se podía fracasar o triunfar, dependiendo ello de la propia conducta. Y que en aquel camino yo podía llegar a ser Luis Canales.” 

A raíz de esa atracción, Canales se apunta al gimnasio donde entrena su amigo y pronto descubre que, sin ser un gran estilista, posee un golpe tremendo, una izquierda cruzada al hígado capaz de noquear a cualquier rival. Así dará comienzo su exitosa carrera pugilística, que lo lleva a pelear por el Campeonato de España del peso gallo y a aspirar al título continental contra el francés Gerard Grand. Sin embargo, antes deberá superar una durísima eliminatoria contra el portugués Joao Sousa (combate con el que comienza la novela en un breve e intenso flashfoward) de la que saldrá gravemente lesionado, en parte a causa de su manera de boxear, siempre al ataque, siempre fajándose en la corta distancia y dispuesto encajar cuatro manos con tal de poder colocar su famosa izquierda. Tras superar a Sousa en siete agónicos rounds, “Luisito” Canales deberá decidir qué le importa más, la posibilidad de convertirse en campeón de Europa o su propia salud física. Es en ese momento cuando el título de la novela cobra un nuevo significado y el lector descubre su doble sentido. 

La trama incluye todos los ingredientes de una buena novela de boxeo. Además de las acertadas crónicas de los combates, Bosch también describe el ambiente del gimnasio y de la competición profesional. Por ella pululan toda una galería de personajes secundarios: managers con pocos escrúpulos, ávidos promotores, viejos entrenadores y, principalmente, los compañeros boxeadores del protagonista: Lázaro, Kutz, Jim Echevarría —contra el que deberá pelear por el título estatal— y, por supuesto, Bernardo Barba, paradigma de boxeador “sonado” que un día estuvo en la cima, cuya carrera va en declive paralelamente al ascenso de Canales y que no deja de pensar en prepararse para disputar de nuevo el campeonato estatal, combate que ya sólo se librará dentro de su cabeza. 

La novela está escrita con sinceridad y sencillez, el estilo de Andrés Bosch es seco y directo como un buen jab. En la entrevista que concedió tras ganar el Planeta reconocía que, al igual que su protagonista, lo suyo no eran los ejercicios de estilo: “Me siento incapacitado para el estilismo. No es desprecio, creo que me gustaría; es que no me sale”. Su profundo conocimiento del mundo del boxeo no es inventado, Bosch fue boxeador aficionado en la categoría de peso ligero —incluso llegaron a romperle la nariz en un combate amateur—, sin embargo, no se trata de una novela autobiográfica, sino de una obra de ficción fruto de su propia experiencia. 

Por último, una única pega: este libro no lo encontrarán en la FNAC ni en su librería habitual. A pesar de que existen múltiples ediciones, son todas ellas bastante antiguas. Si ustedes desean leerlo les recomiendo que hagan como yo y visiten la web de iberlibro, donde podrán hacerse con un ejemplar de segunda mano que recibirán cómodamente en su casa por menos de lo que cuestan dos cañas. Ya verán como el gasto vale la pena.
 

lunes, 3 de febrero de 2014

CONSTATACIÓN BRUTAL DEL PASADO

Me acuerdo
Georges Perec
Recuerdos
Ed. Berenice, 2006, 125 págs. 

A estas alturas ya deben saber ustedes de mi admiración por la obra de Perec; el título de este blog se debe a una obra suya, le dediqué el post inaugural y su nombre ha aparecido en varios de los artículos aquí publicados. De hecho, hace unas semanas detecté la relación entre Conocí —la contribución de Emiliano Monge al segundo libro colectivo de La Orden del Finnegans— y Me acuerdo —el libro de Perec que me dispongo a comentar—, aunque entonces, cuando escribí la reseña, todavía no lo había leído. Aquello despertó mi curiosidad y unos días más tarde lo saqué prestado de una biblioteca municipal de Barcelona (ya les dije que hace tiempo que dejé de comprar libros, muy a mi pesar). 

Me acuerdo está compuesto por 480 breves recuerdos que, según Perec (transcribo de la contraportada), “no son exactamente recuerdos, y desde luego, de ninguna manera, recuerdos personales, sino pequeños fragmentos de diario, de cosas que tal o cual año todo el mundo de una misma edad vivió, compartió y después olvidó […]. Sucede que, sin embargo, vuelven de nuevo unos años más tarde, intactos y minúsculos, por casualidad o porque los hemos buscado, una noche, entre amigos.”
La idea está sacada de otro libro —I remember, de Joe Brainard, publicado originalmente en 1970— que Harry Mathews, un miembro del OuLiPo, le regaló a Perec. Je me souviens apareció por primera vez en 1978 por la editorial Hachette; en una breve nota final, Perec explica que “Estos recuerdos se intercalan en su mayoría entre mis 10 y mis 25 años, es decir, entre 1946 y 1961. Cuando evoco recuerdos de antes de la guerra, para mi hacen referencia a una época que pertenece al dominio del mito: lo que viene a explicar que un recuerdo pueda ser «objetivamente» falso”. 

A pesar de esas pequeñas discrepancias entre los hechos objetivos y la memoria individual, sumergirse en la lectura de Me acuerdo es como destapar el viejo tarro de la esencias (pretéritas). Me viene a la cabeza aquella escena de la película Amélie en la que la protagonista encuentra por casualidad en su apartamento una cajita metálica llena de recuerdos de infancia de un antiguo inquilino —apellidado Bretodeau, creo—. ¿Recuerdan cuando le cita en una cabina de teléfonos para devolvérsela?, ¿conservan la imagen de aquel adulto que al abrir la caja se convierte de golpe en el niño que fue? Pues esa es exactamente la sensación que uno tiene al leer Me acuerdo, una constatación brutal del pasado. 

Reconozco que tengo una cierta tendencia a la nostalgia, a la melancolía y a apropiarme de los recuerdos de otros. Hay estrofas de canciones (de Manel, de Tindesticks, de Elliott Smith, de Sr. Chinarro, de Antònia Font…) y párrafos de libros (de Kiko Amat, de Juan Marsé, de J. J. Millás, de David Trueba, de Javier Marías…) que ya han quedado grabadas para siempre en mi cabeza como experiencias propias hasta el punto de que creo haber vivido cosas que únicamente he oído/leído o me han contado. Entenderán, pues, por qué me ha fascinado la lectura de Me acuerdo. De hecho, tuve que ir racionando las páginas para no acabármelo en dos tardes, sólo leía unas cuantas al día y siempre sentado frente a un ordenador con acceso a internet para situar todos y cada uno de los recuerdos de Perec —principalmente los referidos a teatros y establecimientos parisinos ya desaparecidos o a hechos y celebridades que, por edad, me quedan demasiado lejos—,  algo que les recomiendo hacer para que no se pierdan nada del texto y, a la vez, dilaten al máximo el placer literario. 

(Nota: a partir de aquí, los números en cursiva entre paréntesis hacen referencia al número de recuerdo del libro.) 

Aunque los recuerdos están acotados por un periodo temporal y cultural de un país concreto, tienen vocación universal. No se preocupen ustedes si no vieron el Tour de Francia de 1950 (5), si no saben que son los Carambar (319) o si de pequeños no leyeron Judy y el cervatillo (348), esta estupenda edición de Berenice a cargo de Yolanda Morató incluye (casi) todas las notas aclaratorias que necesitan para saber a qué se refiere Perec; pero lo mejor de todo es que esos recuerdos ajenos les traerán a la memoria sus propios recuerdos, como el despiste de Perico Delgado en el prólogo de Tour de 1989 (que probablemente le costó la victoria final), los chicles Bang Bang, los Palotes y los tacotes de Cheiw o la tierna lectura de El zoo de Pitus. 

Así, las atracciones del Gaumont-Palace (72) me recordaron a las del Caspolino de Gal·la Placídia, el anuncio de la margarina Astra (121) al helicóptero de Tulipán, el atentado en Petit-Clamart (250) al del Hipercor de Meridiana, los lápices de colores Caran d’Ache (288)  a los Alpino…
Muchos de los recuerdos del libro me han devuelto al patio del colegio, a cuando jugaba a las canicas y al yo-yo (444), a cuando leía tebeos de Mortadelo y Filemón o Zipi y Zape, a cuando intercambiábamos cromos con los amigos para completar nuestros álbumes (tengui, tengui, tengui, ¡falti!), a cuando me rompí la muñeca esquiando y toda la clase me escribió dedicatorias en la escayola (393). Y así podría seguir un buen rato, pero tampoco quiero aburrirles.
Es posible que de no haber leído este libro me hubiese vuelto a acordar, a lo largo de mi vida, de algunos de estos momentos, pero verlos venir así todos de golpe es, no sé cómo explicarles, es… muy emocionante. 

Al final del libro, tras el índice alfabético de nombres y lugares, aparece la siguiente nota: “Por expreso deseo del autor, el editor ha dejado algunas páginas en blanco a continuación para que el lector pueda anotar en ellas los «me acuerdo» que la lectura de este libro, esperamos, le haya suscitado.” Seguidamente hay apuntados en lápiz seis recuerdos de las personas que, antes que yo, leyeron este mismo ejemplar. Son estos: 

Me acuerdo del momento en que vi el libro en Torrent de l’Olla y lo cogí sin dudarlo. (Diciembre 2008) 

Me acuerdo de cuando al autobús se subía por la puerta de atrás y el billete costaba nueve pesetas. (Marzo 2009) 

Me acuerdo que el día que murió Franco tenía un examen de “Formación del espíritu nacional” que nunca se hizo. (Julio 2010) 

Me acuerdo de los trenes de la Estación de Francia que salían hacia la playa. (Julio 2011) 

Me acuerdo de que “antes de «p» y «b» se escribe «m»”. (Octubre 2012) 

Me acuerdo de los primeros patines que tuve. Se ataban con correas de cuero al pie, eran de hierro y extensibles. (Febrero 2013) 

Ahí va el mío.  

Me acuerdo del mundial de España ’82 y de su mascota, Naranjito.

Les invito a seguir con la lista…
 

jueves, 23 de enero de 2014

LITERATURA Y BOXEO: “KNOCK OUT, TRES HISTORIAS DE BOXEO”, JACK LONDON

Knock Out, tres historias de boxeo
Jack London
Cuentos
Ed. Libros del Zorro Rojo, 2011, 129 págs.

(Reseña publicada originalmente en la web de BoxeoTotal el 4 de noviembre de 2013) 
 
En este magnífico volumen editado por Libros del Zorro Rojo se hallan reunidos los tres cuentos de Jack London sobre el mundo del boxeo. A lo largo de su corta vida, London ejerció los más diversos oficios, fue buscador de oro en Alaska, vendedor de periódicos, vagabundo alcohólico, marinero, peón de fábrica y, por supuesto, escritor. Como periodista cubrió varios eventos deportivos, entre ellos el llamado Combate del siglo que enfrentó a James Jeffries y Jack Johnson en 1910 (una crónica recientemente recuperada por la editorial Gallo Nero de la cual espero hablarles próximamente en esta sección). London condensó sus experiencias como corresponsal y su afición por el noble arte en estos cuentos magistrales, escritos con un realismo excepcional y plagados de descripciones y metáforas que expresan la poesía que encierra toda lucha.
 
En el primero, Un bistec, London cuenta la historia de Tom King, un boxeador veterano y arruinado que disputa su última pelea contra Sandel, un joven púgil en ascenso. El primero necesita el dinero de la bolsa para alimentar a su familia tanto como el segundo necesita ganar a un ex-campeón para afianzar su fama y su prestigio; el clásico enfrentamiento entre juventud y experiencia: “Sandel iba y venía, de aquí para allá, por todas partes, ligero de pies e impaciente, una maravilla viva de carne blanca y preciosos músculos que se trenzaba en una deslumbrante fábrica de ataques, deslizamientos y saltos, (…) a través de miles de acciones centradas en la destrucción de Tom King, que se interponía entre él y la fortuna.” Durante el durísimo combate el viejo púgil echará mano de todas las astucias que ha aprendido en su larga carrera sobre el ring para contrarrestar la fuerza y la determinación de Sandel. Los asaltos se irán desarrollando hasta llegar a un desenlace en el que será un mísero bistec, un vulgar trozo de carne, el que marque la diferencia entre la victoria y la derrota.
 
En El mexicano, Rivera, un joven y enigmático boxeador, contribuye a la revolución mexicana de principios del siglo XX con el dinero que gana en peleas clandestinas; sin embargo, sus aportaciones no son suficientes para la causa. Pronto surge una gran oportunidad, el combate que debía enfrentar a dos boxeadores estadounidenses aspirantes al título de los pesos ligeros está a punto de suspenderse debido a la lesión de uno de ellos. El mexicano se ofrece a ocupar su lugar con la condición de que el ganador se lo lleve todo, ya que necesita el dinero para que sus hermanos revolucionarios puedan seguir luchando: “Y vio la extensa frontera mexicana, árida, calcinada por el sol y dolorosa, y junto con ella vio las bandas harapientas detenidas por la falta de armas.” Así, con todo un pueblo ansioso de libertad en su esquina, el combate no sólo decidirá la suerte de Rivera sino también la de la revolución y, por extensión, la de todo un país.
 
El último cuento, El combate, está narrado desde el punto de vista de Genevieve, la prometida del famoso boxeador Joe Fleming. Ante los ruegos de ella para que abandone un deporte que considera cruel y violento, Joe prepara su último combate, cuya bolsa les permitirá casarse y llevar una vida holgada. Su rival es nada menos que el temible Ponta “un animal de frente estrecha, con ojos centelleantes bajo unas cejas enmarañadas y tupidas, con la nariz chata, los labios gruesos y la boca amenazadora (…) Había en él tosquedad y brutalidad —una criatura salvaje, primordial, feroz—.” Entre las brumas de los cigarros del público, Genevieve asistirá, disfrazada de hombre, al combate más brutal de su novio.
 
Como les decía al principio, los tres relatos están escritos con una verosimilitud y una precisión extraordinarias. Las escenas de lucha están llenas de metáforas acertadísimas que, lejos de eludir la contundencia de los golpes, sitúan al lector en primera fila de ring. De hecho, Un bistec está considerado por muchos como el mejor relato sobre boxeo jamás escrito. Tal y como afirma Juan Tallón en este estupendo artículo sobre escritores boxeadores: “De ese relato no te recuperas nunca. Es una cicatriz. Te acompaña toda la vida. Nadie se levanta después de un K.O. Y London, aquí, te tumba.”
Por si fuera poco, el texto viene acompañado de 16 dibujos en blanco y negro a cargo del ilustrador argentino Enrique Breccia que interpretan perfectamente la cruda intensidad de estas páginas. 

Si, como yo, son ustedes bibliófilos, sin duda sabrán apreciar el esfuerzo de Libros del Zorro Rojo por editar este fantástico volumen en pleno auge de libros digitales, tablets y lecturas sesgadas en pantalla. La preciosa cubierta de tapa dura, el gramaje del papel, las expresivas ilustraciones y, por descontado, la calidad de los cuentos de London, hacen de este libro un inmediato objeto de coleccionismo.
 

miércoles, 15 de enero de 2014

MAETERLINCK Y LA POÉTICA DE LAS FLORES

La inteligencia de las flores
Maurice Maeterlinck
Miscelánea
Ed. Longseller, 2003, 171 págs. 

A este libro llegué después de saber que era uno de los favoritos de Borges, aunque ahora no recuerdo dónde le oí recomendarlo. Su autor, Maurice Maeterlinck (1862-1949), nació en Gante, Bélgica, aunque luego vivió en muchos países (Francia, Estados Unidos, Portugal). Como hombre de letras del S. XIX tocó prácticamente todos los géneros: poesía, teatro, novela, ensayo y filosofía, y debió hacerlo muy bien —aparte del que nos ocupa, sólo he leído dos libros suyos, Los ciegos y Peleas y Melisenda—, ya que en 1911 le dieron el Premio Nobel de Literatura. 

Sin embargo, probablemente sus obras más famosas sean los ensayos que dedicó a las flores y a las abejas. Maeterlinck heredó la afición a la naturaleza, sus fenómenos y sus habitantes, de su padre, notario retirado y pequeño terrateniente apasionado por la horticultura y la apicultura. Y como buen poeta reunió los hechos más curiosos sobre la vida y la reproducción de las flores en este breve tratado que, tal y como explica, “de ninguna manera tiene la pretensión de ser un manual de ese género; simplemente quiero llamar en él la atención sobre algunos hechos interesantes que pasan a nuestro lado, en este mundo en que nos creemos, demasiado vanidosamente, privilegiados.” 

Así es. A leer las precisas descripciones que hace Maeterlinck sobre los sofisticados mecanismos de reproducción de algunas flores y plantas, uno tiene la misma sensación de pequeñez y humildad, de insignificancia, que cuando ve un documental sobre la inmensidad de la galaxia y el universo: y yo aquí, en esta roca perdida en mitad de otros miles de millones de rocas, enfadado porque se me ha llevado el coche la grúa o afligido porque mi equipo ha perdido un partido… En verdad sirve para poner las cosas en perspectiva: “En un mundo que creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos desde luego que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Al examinar las cosas desde más cerca, parece infinitamente probable que nos es imposible crear nada. Venidos los últimos sobre la tierra, encontramos sencillamente lo que siempre ha existido, y repetimos como niños maravillados la ruta que la vida había hecho antes que nosotros. Y es muy natural y reconfortante que así sea.”            

Lejos de ser un texto técnico, Maeterlinck pone la poesía y el lenguaje al servicio de la descripción científica, consiguiendo así que un tema bastante específico y concreto llegue a ser comprensible, e incluso interesante, para los que carecíamos de (in)formación previa. Nunca he sentido una especial atracción por las flores ni me ha importado lo más mínimo sus estrategias reproductoras, y sin embargo, no pude dejar de investigar en internet sobre “la legendaria valisneria, una hidrocarídea cuyas bodas forman el episodio más trágico de la historia amorosa de las flores”, tras la fascinante explicación que el autor hace de ella.
Lo que consigue Maeterlinck mediante su dominio del léxico y la técnica narrativa es que unos hechos menores, discretos y particulares alcancen una vocación universal y se proyecten mucho más allá del diminuto mundo en el que se desarrollan, de donde se puede deducir el porqué de la admiración que Borges profesaba por este libro. 

Vean si no, el poder descriptivo, la potencia evocadora, de estos dos párrafos:
“Pero las horas, que son los años de la flor, transcurren; su brillo se empaña, los pétalos empiezan a desprenderse, y el orgullo de las grandes reinas, bajo el peso de la vida, parece replegarse. En un momento dado, como si obedecieran a la consigna secreta e irresistible del amor, que considera la prueba suficiente, con un movimiento concentrado y simétrico, comparable a las armoniosas parábolas de un quíntuple surtidor de agua que vuelve a caer en la fuente, todas se inclinan a la vez y recogen graciosamente de los labios de sus humildes amantes el polvo de oro del beso nupcial.” (Pg. 28)      
“La ginesta de España (Spartium junceum) (…) Forma a lo largo de los senderos y en las montañas del Mediodía enormes bolas espesas, a veces de tres metros de altura, que de mayo a junio se cubren de una magnífica floración de oro puro, cuyos perfumes mezclados con los de su habitual vecina, la madreselva, ostentan bajo el furor de un sol calcáreo, delicias que no se pueden definir sino evocando rocíos celestes, fuentes elíseas, frescuras y transparencias de estrellas en huecos de grutas azules…” (Pg. 31)           

Aparte del capítulo dedicado a la inteligencia de las flores —el más extenso—, el volumen incluye otros, más filosóficos, sobre diversos temas como los perfumes, la moral, la guerra, el deber social o la inmortalidad.
Los dos que más me gustan son, dada mi afición a este deporte, el Elogio del boxeo, un análisis del noble arte en seis páginas, y La medida de las horas, un breve estudio sobre el paso del tiempo y las maneras de medirlo que recoge varios lemas inscritos en diferentes relojes de sol, todos ellos cuando menos curiosos. Personalmente siento una especial debilidad por este tipo de locuciones desde que leí en Cómo se hace una novela, de M. de Unamuno, la del reloj de Urruña: Vulnerant omnes, ultima necat, (Todas [las horas] hieren, la última mata). Aquí las que recoge Maeterlinck:
“La hora de la justicia no suena en los relojes de este mundo”, dice la inscripción solar de la iglesia de Tourette-sur-Loup (…) “A lumnie motus”. “Movido por la luz”, proclama altivamente otro reloj radiante. “Amyddst ye flowers, I tell ye houres!”, “Cuento las horas entre las flores”, repite un antiguo cuadrante de mármol en el fondo de un viejo jardín. Pero una de las más bellas leyendas es la que descubrió un día, en las cercanías de Venecia, Hazlitt, un ensayista inglés de comienzos del siglo pasado: “Horas non numero nisi serenas”. “No cuento más que las horas claras”. ¡Qué sentimiento destructor de las preocupaciones! ¡Todas las sombras se borran del cuadrante cuando el sol se oculta, y el tiempo no es más que un gran vacío, a menos que su progreso no sea marcado por lo jovial, mientras todo lo que no es feliz cae en el olvido! Y la bella palabra que nos enseña a no contar las horas sino por sus beneficios, a no dar importancia sino a las sonrisas y a prescindir de los rigores del destino, a comparar nuestra existencia con los momentos brillantes y amenos, tornándonos siempre hacia el lado soleado de las cosas y dejando pasar todo lo demás por nuestra imaginación olvidadiza o desatenta.” 

Dejémonos llevar, pues, por esas horas luminosas, por la despreocupada indolencia del paso del tiempo, que parece discurrir más despacio mientras nos deleitamos pasando las páginas de este fantástico libro.