Georges Perec
Recuerdos
Ed. Berenice, 2006,
125 págs.
A estas alturas
ya deben saber ustedes de mi admiración por la obra de Perec; el título de este
blog se debe a una obra suya, le dediqué el post inaugural y su nombre ha aparecido
en varios de los artículos aquí publicados. De hecho, hace unas semanas detecté
la relación entre Conocí —la
contribución de Emiliano Monge al segundo libro colectivo de La Orden del
Finnegans— y Me acuerdo —el libro de
Perec que me dispongo a comentar—, aunque entonces, cuando escribí la reseña,
todavía no lo había leído. Aquello despertó mi curiosidad y unos días más tarde
lo saqué prestado de una biblioteca municipal de Barcelona (ya les dije que
hace tiempo que dejé de comprar libros, muy a mi pesar).
Me acuerdo está compuesto por 480 breves
recuerdos que, según Perec (transcribo de la contraportada), “no son
exactamente recuerdos, y desde luego, de ninguna manera, recuerdos personales,
sino pequeños fragmentos de diario, de cosas que tal o cual año todo el mundo
de una misma edad vivió, compartió y después olvidó […]. Sucede que, sin
embargo, vuelven de nuevo unos años más tarde, intactos y minúsculos, por
casualidad o porque los hemos buscado, una noche, entre amigos.”
La idea está
sacada de otro libro —I remember, de Joe
Brainard, publicado originalmente en 1970— que Harry Mathews, un miembro del
OuLiPo, le regaló a Perec. Je me souviens
apareció por primera vez en 1978 por la editorial Hachette; en una breve
nota final, Perec explica que “Estos recuerdos se intercalan en su mayoría
entre mis 10 y mis 25 años, es decir, entre 1946 y 1961. Cuando evoco recuerdos
de antes de la guerra, para mi hacen referencia a una época que pertenece al
dominio del mito: lo que viene a explicar que un recuerdo pueda ser
«objetivamente» falso”.
A pesar de esas
pequeñas discrepancias entre los hechos objetivos y la memoria individual,
sumergirse en la lectura de Me acuerdo
es como destapar el viejo tarro de la esencias (pretéritas). Me viene a la
cabeza aquella escena de la película Amélie
en la que la protagonista encuentra por casualidad en su apartamento una cajita
metálica llena de recuerdos de infancia de un antiguo inquilino —apellidado
Bretodeau, creo—. ¿Recuerdan cuando le cita en una cabina de teléfonos para
devolvérsela?, ¿conservan la imagen de aquel adulto que al abrir la caja se convierte
de golpe en el niño que fue? Pues esa es exactamente la sensación que uno tiene
al leer Me acuerdo, una constatación
brutal del pasado.
Reconozco que
tengo una cierta tendencia a la nostalgia, a la melancolía y a apropiarme de los
recuerdos de otros. Hay estrofas de canciones (de Manel, de Tindesticks, de
Elliott Smith, de Sr. Chinarro, de Antònia Font…) y párrafos de libros (de Kiko Amat, de Juan Marsé,
de J. J. Millás, de David Trueba, de Javier Marías…) que ya han quedado grabadas para siempre en
mi cabeza como experiencias propias hasta el punto de que creo haber vivido
cosas que únicamente he oído/leído o me han contado. Entenderán, pues, por qué
me ha fascinado la lectura de Me acuerdo.
De hecho, tuve que ir racionando las páginas para no acabármelo en dos tardes,
sólo leía unas cuantas al día y siempre sentado frente a un ordenador con
acceso a internet para situar todos y cada uno de los recuerdos de Perec —principalmente
los referidos a teatros y establecimientos parisinos ya desaparecidos o a
hechos y celebridades que, por edad, me quedan demasiado lejos—, algo que les recomiendo hacer para que no se pierdan
nada del texto y, a la vez, dilaten al máximo el placer literario.
(Nota: a partir de aquí, los números en
cursiva entre paréntesis hacen referencia al número de recuerdo del libro.)
Aunque los
recuerdos están acotados por un periodo temporal y cultural de un país
concreto, tienen vocación universal. No se preocupen ustedes si no vieron el
Tour de Francia de 1950 (5), si no
saben que son los Carambar (319) o si
de pequeños no leyeron Judy y el
cervatillo (348), esta estupenda
edición de Berenice a cargo de Yolanda Morató incluye (casi) todas las notas
aclaratorias que necesitan para saber a qué se refiere Perec; pero lo mejor de
todo es que esos recuerdos ajenos les traerán a la memoria sus propios
recuerdos, como el despiste de Perico Delgado en el prólogo de Tour de 1989 (que
probablemente le costó la victoria final), los chicles Bang Bang, los Palotes y
los tacotes de Cheiw o la tierna
lectura de El zoo de Pitus.
Así, las
atracciones del Gaumont-Palace (72) me
recordaron a las del Caspolino de Gal·la Placídia, el anuncio de la margarina
Astra (121) al helicóptero de
Tulipán, el atentado en Petit-Clamart (250)
al del Hipercor de Meridiana, los lápices de colores Caran d’Ache (288) a los Alpino…
Muchos de los recuerdos
del libro me han devuelto al patio del colegio, a cuando jugaba a las canicas y
al yo-yo (444), a cuando leía tebeos
de Mortadelo y Filemón o Zipi y Zape, a cuando intercambiábamos cromos con los
amigos para completar nuestros álbumes (tengui,
tengui, tengui, ¡falti!), a cuando me rompí la muñeca esquiando y toda la
clase me escribió dedicatorias en la escayola (393). Y así podría seguir un buen rato, pero tampoco quiero
aburrirles.
Es posible que de
no haber leído este libro me hubiese vuelto a acordar, a lo largo de mi vida,
de algunos de estos momentos, pero verlos venir así todos de golpe es, no sé cómo
explicarles, es… muy emocionante.
Al final del
libro, tras el índice alfabético de nombres y lugares, aparece la siguiente
nota: “Por expreso deseo del autor, el editor ha dejado algunas páginas en
blanco a continuación para que el lector pueda anotar en ellas los «me acuerdo»
que la lectura de este libro, esperamos, le haya suscitado.” Seguidamente hay
apuntados en lápiz seis recuerdos de las personas que, antes que yo, leyeron
este mismo ejemplar. Son estos:
Me acuerdo del
momento en que vi el libro en Torrent de l’Olla y lo cogí sin dudarlo.
(Diciembre 2008)
Me acuerdo de
cuando al autobús se subía por la puerta de atrás y el billete costaba nueve
pesetas. (Marzo 2009)
Me acuerdo que
el día que murió Franco tenía un examen de “Formación del espíritu nacional”
que nunca se hizo. (Julio 2010)
Me acuerdo de
los trenes de la Estación de Francia que salían hacia la playa. (Julio 2011)
Me acuerdo de
que “antes de «p» y «b» se escribe «m»”. (Octubre 2012)
Me acuerdo de
los primeros patines que tuve. Se ataban con correas de cuero al pie, eran de
hierro y extensibles. (Febrero 2013)
Ahí va el mío.
Me acuerdo del
mundial de España ’82 y de su mascota, Naranjito.
Les invito a seguir
con la lista…
Me acuerdo de los helados "Frigo pie" que me compraba mi madre las tardes de verano.
ResponderEliminarMe acuerdo de cuando se podía fumar en el cine (y en los aviones, y en los bares...)
ResponderEliminarMe acuerdo del Pokin's de la plaza Francesc Macià.
ResponderEliminarMe acuerdo de cuando el Raval era conocido como el Barrio Chino.
ResponderEliminarMe acuerdo de la Gallina Caponata, de El libro gordo de Petete y de Epi y Blas.
ResponderEliminarMe acuerdo de mi primer ordenador, un Commodore 64K en el que los juegos venían en formato cinta que había que cargar en una casetera.
ResponderEliminarMe acuerdo de que en el puerto de Barcelona había una réplica de la carabela Santa María.
ResponderEliminarMe acuerdo de E.T., mi casaaaaaa...
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