Maurice
Maeterlinck
Miscelánea
Ed. Longseller, 2003,
171 págs.
A este libro
llegué después de saber que era uno de los favoritos de Borges, aunque ahora no
recuerdo dónde le oí recomendarlo. Su autor, Maurice Maeterlinck (1862-1949),
nació en Gante, Bélgica, aunque luego vivió en muchos países (Francia, Estados
Unidos, Portugal). Como hombre de letras del S. XIX tocó prácticamente todos
los géneros: poesía, teatro, novela, ensayo y filosofía, y debió hacerlo muy
bien —aparte del que nos ocupa, sólo he leído dos libros suyos, Los ciegos y Peleas y Melisenda—, ya que en 1911 le dieron el Premio Nobel de
Literatura.
Sin embargo,
probablemente sus obras más famosas sean los ensayos que dedicó a las flores y
a las abejas. Maeterlinck heredó la afición a la naturaleza, sus fenómenos y
sus habitantes, de su padre, notario retirado y pequeño terrateniente
apasionado por la horticultura y la apicultura. Y como buen poeta reunió los
hechos más curiosos sobre la vida y la reproducción de las flores en este breve
tratado que, tal y como explica, “de ninguna manera tiene la pretensión de ser
un manual de ese género; simplemente quiero llamar en él la atención sobre
algunos hechos interesantes que pasan a nuestro lado, en este mundo en que nos
creemos, demasiado vanidosamente, privilegiados.”
Así es. A leer
las precisas descripciones que hace Maeterlinck sobre los sofisticados
mecanismos de reproducción de algunas flores y plantas, uno tiene la misma
sensación de pequeñez y humildad, de insignificancia, que cuando ve un
documental sobre la inmensidad de la galaxia y el universo: y yo aquí, en esta
roca perdida en mitad de otros miles de millones de rocas, enfadado porque se
me ha llevado el coche la grúa o afligido porque mi equipo ha perdido un
partido… En verdad sirve para poner las cosas en perspectiva: “En un mundo que
creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos desde luego
que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Al
examinar las cosas desde más cerca, parece infinitamente probable que nos es
imposible crear nada. Venidos los últimos sobre la tierra, encontramos
sencillamente lo que siempre ha existido, y repetimos como niños maravillados
la ruta que la vida había hecho antes que nosotros. Y es muy natural y reconfortante
que así sea.”
Lejos de ser un
texto técnico, Maeterlinck pone la poesía y el lenguaje al servicio de la descripción
científica, consiguiendo así que un tema bastante específico y concreto llegue
a ser comprensible, e incluso interesante, para los que carecíamos de (in)formación
previa. Nunca he sentido una especial atracción por las flores ni me ha
importado lo más mínimo sus estrategias reproductoras, y sin embargo, no pude
dejar de investigar en internet sobre “la legendaria valisneria, una hidrocarídea
cuyas bodas forman el episodio más trágico de la historia amorosa de las
flores”, tras la fascinante explicación que el autor hace de ella.
Lo que consigue
Maeterlinck mediante su dominio del léxico y la técnica narrativa es que unos
hechos menores, discretos y particulares alcancen una vocación universal y se
proyecten mucho más allá del diminuto mundo en el que se desarrollan, de donde
se puede deducir el porqué de la admiración que Borges profesaba por este
libro.
Vean si no, el
poder descriptivo, la potencia evocadora, de estos dos párrafos:
“Pero las horas,
que son los años de la flor, transcurren; su brillo se empaña, los pétalos
empiezan a desprenderse, y el orgullo de las grandes reinas, bajo el peso de la
vida, parece replegarse. En un momento dado, como si obedecieran a la consigna
secreta e irresistible del amor, que considera la prueba suficiente, con un
movimiento concentrado y simétrico, comparable a las armoniosas parábolas de un
quíntuple surtidor de agua que vuelve a caer en la fuente, todas se inclinan a
la vez y recogen graciosamente de los labios de sus humildes amantes el polvo
de oro del beso nupcial.” (Pg. 28)
“La ginesta de
España (Spartium junceum) (…) Forma a lo largo de los senderos y en las montañas del
Mediodía enormes bolas espesas, a veces de tres metros de altura, que de mayo a
junio se cubren de una magnífica floración de oro puro, cuyos perfumes
mezclados con los de su habitual vecina, la madreselva, ostentan bajo el furor
de un sol calcáreo, delicias que no se pueden definir sino evocando rocíos
celestes, fuentes elíseas, frescuras y transparencias de estrellas en huecos de
grutas azules…” (Pg. 31)
Aparte del
capítulo dedicado a la inteligencia de las flores —el más extenso—, el volumen
incluye otros, más filosóficos, sobre diversos temas como los perfumes, la
moral, la guerra, el deber social o la inmortalidad.
Los dos que más
me gustan son, dada mi afición a este deporte, el Elogio del boxeo, un análisis del noble arte en seis páginas, y La medida de las horas, un breve estudio
sobre el paso del tiempo y las maneras de medirlo que recoge varios lemas
inscritos en diferentes relojes de sol, todos ellos cuando menos curiosos. Personalmente
siento una especial debilidad por este tipo de locuciones desde que leí en Cómo se hace una novela, de M. de
Unamuno, la del reloj de Urruña: Vulnerant
omnes, ultima necat, (Todas [las horas] hieren, la última mata). Aquí las
que recoge Maeterlinck:
“La hora de la
justicia no suena en los relojes de este mundo”, dice la inscripción solar de
la iglesia de Tourette-sur-Loup (…) “A
lumnie motus”. “Movido por la luz”, proclama altivamente otro reloj
radiante. “Amyddst ye flowers, I tell ye
houres!”, “Cuento las horas entre las flores”, repite un antiguo cuadrante
de mármol en el fondo de un viejo jardín. Pero una de las más bellas leyendas
es la que descubrió un día, en las cercanías de Venecia, Hazlitt, un ensayista
inglés de comienzos del siglo pasado: “Horas
non numero nisi serenas”. “No cuento más que las horas claras”. ¡Qué
sentimiento destructor de las preocupaciones! ¡Todas las sombras se borran del
cuadrante cuando el sol se oculta, y el tiempo no es más que un gran vacío, a
menos que su progreso no sea marcado por lo jovial, mientras todo lo que no es
feliz cae en el olvido! Y la bella palabra que nos enseña a no contar las horas
sino por sus beneficios, a no dar importancia sino a las sonrisas y a
prescindir de los rigores del destino, a comparar nuestra existencia con los
momentos brillantes y amenos, tornándonos siempre hacia el lado soleado de las
cosas y dejando pasar todo lo demás por nuestra imaginación olvidadiza o
desatenta.”
Dejémonos
llevar, pues, por esas horas luminosas, por la despreocupada indolencia del
paso del tiempo, que parece discurrir más despacio mientras nos deleitamos
pasando las páginas de este fantástico libro.
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