miércoles, 15 de enero de 2014

MAETERLINCK Y LA POÉTICA DE LAS FLORES

La inteligencia de las flores
Maurice Maeterlinck
Miscelánea
Ed. Longseller, 2003, 171 págs. 

A este libro llegué después de saber que era uno de los favoritos de Borges, aunque ahora no recuerdo dónde le oí recomendarlo. Su autor, Maurice Maeterlinck (1862-1949), nació en Gante, Bélgica, aunque luego vivió en muchos países (Francia, Estados Unidos, Portugal). Como hombre de letras del S. XIX tocó prácticamente todos los géneros: poesía, teatro, novela, ensayo y filosofía, y debió hacerlo muy bien —aparte del que nos ocupa, sólo he leído dos libros suyos, Los ciegos y Peleas y Melisenda—, ya que en 1911 le dieron el Premio Nobel de Literatura. 

Sin embargo, probablemente sus obras más famosas sean los ensayos que dedicó a las flores y a las abejas. Maeterlinck heredó la afición a la naturaleza, sus fenómenos y sus habitantes, de su padre, notario retirado y pequeño terrateniente apasionado por la horticultura y la apicultura. Y como buen poeta reunió los hechos más curiosos sobre la vida y la reproducción de las flores en este breve tratado que, tal y como explica, “de ninguna manera tiene la pretensión de ser un manual de ese género; simplemente quiero llamar en él la atención sobre algunos hechos interesantes que pasan a nuestro lado, en este mundo en que nos creemos, demasiado vanidosamente, privilegiados.” 

Así es. A leer las precisas descripciones que hace Maeterlinck sobre los sofisticados mecanismos de reproducción de algunas flores y plantas, uno tiene la misma sensación de pequeñez y humildad, de insignificancia, que cuando ve un documental sobre la inmensidad de la galaxia y el universo: y yo aquí, en esta roca perdida en mitad de otros miles de millones de rocas, enfadado porque se me ha llevado el coche la grúa o afligido porque mi equipo ha perdido un partido… En verdad sirve para poner las cosas en perspectiva: “En un mundo que creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos desde luego que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Al examinar las cosas desde más cerca, parece infinitamente probable que nos es imposible crear nada. Venidos los últimos sobre la tierra, encontramos sencillamente lo que siempre ha existido, y repetimos como niños maravillados la ruta que la vida había hecho antes que nosotros. Y es muy natural y reconfortante que así sea.”            

Lejos de ser un texto técnico, Maeterlinck pone la poesía y el lenguaje al servicio de la descripción científica, consiguiendo así que un tema bastante específico y concreto llegue a ser comprensible, e incluso interesante, para los que carecíamos de (in)formación previa. Nunca he sentido una especial atracción por las flores ni me ha importado lo más mínimo sus estrategias reproductoras, y sin embargo, no pude dejar de investigar en internet sobre “la legendaria valisneria, una hidrocarídea cuyas bodas forman el episodio más trágico de la historia amorosa de las flores”, tras la fascinante explicación que el autor hace de ella.
Lo que consigue Maeterlinck mediante su dominio del léxico y la técnica narrativa es que unos hechos menores, discretos y particulares alcancen una vocación universal y se proyecten mucho más allá del diminuto mundo en el que se desarrollan, de donde se puede deducir el porqué de la admiración que Borges profesaba por este libro. 

Vean si no, el poder descriptivo, la potencia evocadora, de estos dos párrafos:
“Pero las horas, que son los años de la flor, transcurren; su brillo se empaña, los pétalos empiezan a desprenderse, y el orgullo de las grandes reinas, bajo el peso de la vida, parece replegarse. En un momento dado, como si obedecieran a la consigna secreta e irresistible del amor, que considera la prueba suficiente, con un movimiento concentrado y simétrico, comparable a las armoniosas parábolas de un quíntuple surtidor de agua que vuelve a caer en la fuente, todas se inclinan a la vez y recogen graciosamente de los labios de sus humildes amantes el polvo de oro del beso nupcial.” (Pg. 28)      
“La ginesta de España (Spartium junceum) (…) Forma a lo largo de los senderos y en las montañas del Mediodía enormes bolas espesas, a veces de tres metros de altura, que de mayo a junio se cubren de una magnífica floración de oro puro, cuyos perfumes mezclados con los de su habitual vecina, la madreselva, ostentan bajo el furor de un sol calcáreo, delicias que no se pueden definir sino evocando rocíos celestes, fuentes elíseas, frescuras y transparencias de estrellas en huecos de grutas azules…” (Pg. 31)           

Aparte del capítulo dedicado a la inteligencia de las flores —el más extenso—, el volumen incluye otros, más filosóficos, sobre diversos temas como los perfumes, la moral, la guerra, el deber social o la inmortalidad.
Los dos que más me gustan son, dada mi afición a este deporte, el Elogio del boxeo, un análisis del noble arte en seis páginas, y La medida de las horas, un breve estudio sobre el paso del tiempo y las maneras de medirlo que recoge varios lemas inscritos en diferentes relojes de sol, todos ellos cuando menos curiosos. Personalmente siento una especial debilidad por este tipo de locuciones desde que leí en Cómo se hace una novela, de M. de Unamuno, la del reloj de Urruña: Vulnerant omnes, ultima necat, (Todas [las horas] hieren, la última mata). Aquí las que recoge Maeterlinck:
“La hora de la justicia no suena en los relojes de este mundo”, dice la inscripción solar de la iglesia de Tourette-sur-Loup (…) “A lumnie motus”. “Movido por la luz”, proclama altivamente otro reloj radiante. “Amyddst ye flowers, I tell ye houres!”, “Cuento las horas entre las flores”, repite un antiguo cuadrante de mármol en el fondo de un viejo jardín. Pero una de las más bellas leyendas es la que descubrió un día, en las cercanías de Venecia, Hazlitt, un ensayista inglés de comienzos del siglo pasado: “Horas non numero nisi serenas”. “No cuento más que las horas claras”. ¡Qué sentimiento destructor de las preocupaciones! ¡Todas las sombras se borran del cuadrante cuando el sol se oculta, y el tiempo no es más que un gran vacío, a menos que su progreso no sea marcado por lo jovial, mientras todo lo que no es feliz cae en el olvido! Y la bella palabra que nos enseña a no contar las horas sino por sus beneficios, a no dar importancia sino a las sonrisas y a prescindir de los rigores del destino, a comparar nuestra existencia con los momentos brillantes y amenos, tornándonos siempre hacia el lado soleado de las cosas y dejando pasar todo lo demás por nuestra imaginación olvidadiza o desatenta.” 

Dejémonos llevar, pues, por esas horas luminosas, por la despreocupada indolencia del paso del tiempo, que parece discurrir más despacio mientras nos deleitamos pasando las páginas de este fantástico libro.
 

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