lunes, 28 de octubre de 2013

OBJETOS Y OBSESIONES


La sombra del púgil
Eduardo Berti
Novela
Ed. La otra orilla, 2008, 162 págs.
 
La verdad es que llegué este libro por equivocación, arrastrado por una recomendación y por mi creciente afición al noble arte, pero en lugar de hallar las descripciones del sudor, la sangre y la extenuación física que esperaba, me encontré con una apasionante y personalísima novela sobre objetos y obsesiones cuyo mayor mérito, que no el único, quizá sea hacer fácil lo difícil: mezclar varias tramas y sub-tramas con constantes saltos temporales y conseguir que queden perfectamente integradas en una novela coherente, narrada en un estilo ligero, casi coloquial, que engancha desde el principio.

Reconozco que hasta hace cuatro días no había oído hablar de Berti, entre cuyas obras, por lo visto, hay una finalista del prestigioso Prix Femina francés, La mujer de Wakefield, y otra del no menos notorio premio Herralde, Todos los Funes. Lo que les puedo asegurar es que tras la lectura de La sombra del púgil me he quedado con las ganas de saber más. Espero pronto darles más noticias sobre Berti. 

Una de las principales peculiaridades de La sombra del púgil es que el narrador no es uno sino que son tres, pero, cual monstruo mitológico tricéfalo, con una sola voz. Tres hermanos que rememoran su infancia, en la que fueron inocentes testigos del silencioso enfado entre sus dos tías solteronas —fruto de una disputa enquistada entre las brumas del pasado y de la cual no se explica el motivo, o se conjeturan varios— por la misma época en que su padre relataba cada noche durante la cena, como si de una radionovela se tratase, la historia de Justino, el relojero, cerrajero y ex-boxeador del barrio, y de cómo en su último combate profesional logró vencer a un joven debutante que posteriormente seguiría una fulgurante carrera hasta convertirse en héroe nacional del cuadrilátero con el sobrenombre de “el monarca”. Años después de aquella primera y única derrota, el monarca pedirá repetidamente a Justino que le conceda la revancha, tentándole cada vez con una bolsa mayor, pero el relojero, ya en los cincuenta, se negará a volver al ring a pesar de la insistencia de su rival. Sólo la enfermedad de su mujer y su carísimo tratamiento harán que Justino se plantee aceptar la oferta. 

Es un objeto, un reloj de sobremesa estropeado con forma de catedral, el que actúa como catalizador que hilvana ambas tramas. A partir de su reparación, Justino vendrá a romper el mudo equilibrio que sostienen las dos tías solteras. Hay en el gusto por los objetos de Berti algo que recuerda a Perec, pero a diferencia del francés, el argentino no se recrea tanto en su descripción, sino que éstos actúan como personajes que desencadenan conflictos, como ocurre con la muñeca de porcelana de cabello injertado, con el reloj de pulsera “semicangrejo” cuyo segundero corre al revés o con el mantel blanco de hilo, metáfora de la pantalla de cine sobre la que cada noche el padre va desgranando las imágenes de su historia.

A pesar de que la novela abarca seis décadas no se trata de una interminable saga familiar. No, el tiempo va y viene, del presente al pasado remoto, de ahí al pasado reciente y de nuevo al presente, en un constante baile de fechas siempre imprecisas (“Corría el año setenta y seis, o a lo sumo el setenta y siete”, arranca la novela), lo cual no supone ninguna dificultad para un lector mínimamente atento. Así, con la pericia y la precisión de un relojero, Berti va ensamblando los párrafos dentro de los mecanismos de la trama, dejando pistas aquí y allá y algún que otro cabo suelto para que el lector complete la historia. 

Según avanza la narración el lector se ve inevitablemente implicado en un laberinto de obsesiones —el monarca obsesionado con Justino, Justino obsesionado con una de las tías y las tías obsesionadas con su rivalidad y su enconado silencio de años— que lo atrapan en una telaraña de celos, amor, orgullo y envidias. Sin embargo, el que espere un desenlace concreto y definido puede verse decepcionado. Personalmente creo que la resolución del pleito entre Justino y el monarca es digna de un excelente novelista; es mucho más difícil y arriesgado lo que consigue Berti a partir de rumores, insinuaciones y sobreentendidos que un final al uso. Es ahí donde se nota el oficio de un gran escritor, y Berti, se lo aseguro, lo es.

La sombra del púgil es una novela envolvente, narrada con precisión quirúrgica y extrema habilidad, una historia hecha de “poquitos”, de retazos hilvanados en un gran tapiz que, tal y como dice el cliché, suma mucho más que las partes.
 

miércoles, 23 de octubre de 2013

TENTATIVA DE AGOTAR A PEREC EN CINCO PÁRRAFOS

El gabinete de un aficionado
Georges Perec
Novela
Ed. Anagrama, 1989, 109 págs. 

Supongo que es lógico que la primera entrada de este blog se refiera a la novela que le da título. El problema es que la leí hace mucho tiempo y no he querido releerla para no estropear el recuerdo que guardo de ella, lo cual me ha traído a la cabeza una frase de Eduardo Berti sobre cómo el olvido funciona a la larga como arma crítica: “imagínese recordar a la perfección todos los libros que hemos leído, sería tan inútil como insoportable, por fortuna la memoria se encarga de seleccionar, y cuanto nos queda es una imagen, una vaga sensación, a lo sumo una frase, ni siquiera de cada libro que leímos sino de algunos.” 

La vaga sensación que yo guardo de El gabinete de un aficionado es la de un libro simpático y bien educado; corto, ameno y descriptivo. La imagen es, por supuesto, la de la portada, el cuadro que representa el gabinete de un coleccionista de arte en el cual está incluido el propio cuadro dentro del cuadro, y el cuadro dentro del cuadro dentro del cuadro, y así hasta seis veces, hasta llegar a una miniaturización de la obra que mide tan solo cinco por tres milímetros. También recuerdo que la colección de arte reunida por el diletante no es tanto una biografía pictórica o una muestra de su propio gusto como una forma de venganza. 
 
Georges Perec (1936-1982) vivió poco y escribió mucho. Seguramente se le recordará más por su novela La vida instrucciones de uso —elegida por los franceses como la mejor novela de la década 1975-1985 en una encuesta realizada por Le Monde— o por formar parte del OuLiPo —una taller de literatura experimental fundado por Raymond Queneau— que por el librito que nos ocupa, no sin razón. La vida instrucciones de uso es una novela coral monumental (de hecho, en un principio El gabinete de un aficionado debía formar parte de La vida... pero al final Perec decidió que tenía entidad suficiente como para funcionar independientemente), un intento de describir la realidad a través de las vidas de los habitantes de un inmueble parisino. Uno de los personajes del libro, Bartlebooth, se embarca en una misión parecida a la del propio Perec: “Imaginemos un hombre cuya riqueza sólo se pueda comparar con su indiferencia por todo lo que la riqueza suele permitir de ordinario y cuyo deseo, mucho más orgulloso, estriba en querer abarcar, describir, agotar, no la totalidad del mundo —proyecto que se destruye con sólo enunciarse—, sino un fragmento constituido del mismo: frente a la inextricable incoherencia del mundo, se tratará entonces de llevar a cabo un programa en su totalidad, sin duda limitado, pero entero, intacto, irreductible.” 

A partir de los ensayos realizados en el Ouvroir de Littérature Potentielle surgieron obras como El secuestro —novela escrita íntegramente sin usar la letra e (en francés, la a en su traducción al castellano—, Lo infraordinario —un intento por describir “lo que realmente pasa cuando no pasa nada” que contiene capítulos tan deliciosamente triviales como “Tentativa de inventario de los alimentos y líquidos que engullí en el transcurso del año mil novecientos setenta y cuatro”— o la Tentativa de agotamiento de un lugar parisino —un listado de todo lo que pasó durante los tres días de octubre en que Perec se instaló en un banco de la Place Saint-Suplice de París—. De esta última conservo el agradable recuerdo de haberla leído sentado en la terraza del Café de la Mairie, en la misma Place Saint-Suplice, una fría tarde de invierno, abrazado al calor de mi petaca y comprobando con asombro como muchas de las cosas descritas por Perec casi cuarenta años antes ocurrían de pronto ante mis ojos: “Una mujer lleva una baguette en la mano”, “Pasa un [autobús] 87”. Una curiosa y divertida experiencia literaria que recomendaría a cualquiera que se pueda permitir llevarla a cabo.  

Las cenizas de Georges Perec, fallecido a los cuarenta y cinco años a consecuencia de un cáncer de pulmón, se encuentran en las galerías del crematorio del cementerio de Père Lachaise, en un nicho sencillo y discreto. El día que lo fui a visitar, mientras me hacía una foto frente a la pequeña lápida, se me acercaron dos ancianas a preguntarme si era allí donde yacía Laurent Fignon. Debían tener la vista demasiado cansada como para leer todos los nombres de la galería y mucho menos descifrar la ubicación correcta de las cenizas del ciclista en el plano que repartían a la entrada del cementerio. No sé por qué —supongo que por piedad, por ahorrarles la búsqueda, o peor aún, por miedo, para que no me pidieran que las ayudase a encontrarlo— les dije que sí, que aquel era el nicho de Fignon, e inmediatamente me ofrecí a hacerles yo una foto a ellas antes de que se acercasen a comprobarlo. Salieron las dos sonrientes, encantadas de retratarse junto a los restos de Laurent Fignon sin saber que en realidad eran los de Georges Perec. Luego me dieron las gracias y se marcharon.