lunes, 18 de noviembre de 2013

DECEPCIÓN TRASCENDENTAL

Ahora es el momento
Tom Spanbauer
Novela
Ed. Mondadori, 2007, 524 págs.
 

PRIMERA PARTE 

Hoy voy a quebrantar una de las normas que me autoimpuse al comenzar este blog: no publicar nunca una reseña negativa de un libro. En parte, pretendía hacer valer aquella frase que mi abuela tanto nos repetía y que, precisamente por haberla oído tantísimo, acabó calando en mi mente: “Si no tienes nada bueno que decir, mejor no digas nada”. Sin embargo, el motivo principal era evitar lo que tan a menudo he visto en otros blogs, esto es, la horda de comentarios despectivos que suele acarrear una mala crítica por parte de la gente a la que sí le ha gustado el libro en cuestión, de todos esos lectores/as que piensan que cualquier opinión que difiera de la suya es un ataque, una afrenta personal contra ellos/as que, como tal, debe ser satisfecha, emendada y reparada a base de exigir una rectificación inmediata al autor del artículo a través de comentarios maleducados. Pero como sea que este blog no lo lee nadie, no hay peligro de que eso ocurra, así que allá voy. 

Es difícil valorar con imparcialidad la última novela de un autor cuando la anterior que leíste te entusiasmó, tal y como me pasó con El hombre que se enamoró de la luna (editada en castellano en 1994 y que yo leí tardíamente una década después). Es el problema de las altas expectativas, que a menudo se convierten en grandes desilusiones porque cualquier mérito palidece en comparación. Ocurre, por ejemplo, con la tercera parte de la saga de El Padrino o el segundo disco de MGMT, por poner los dos primeros casos que me han venido a la cabeza, no es que sean obras objetivamente malas, pero claro, visto lo visto… 

Por eso la lectura del primer capítulo (no pasé de ahí) de Ahora es el momento, de Tom Spanbauer, se ha convertido en una de las peores decepciones que he sufrido últimamente. Según avanzaba en la lectura mi gesto pasó de la sonrisa entusiasta a la flojera facial, y mis pensamientos del regocijo de “me esperan horas de entretenida lectura” al chasco de “no me puedo creer lo que estoy leyendo”. Déjenme analizar esas primeras 40 páginas y valoren ustedes mismos si tengo o no razón. 

Tal y como anuncia la contraportada, Ahora es el momento es una novela de formación, la historia de un adolescente, Rigby John Klusener, que decide abandonar el rígido y católico hogar familiar en Idaho para marcharse a San Francisco, meca del movimiento hippy (estamos en 1967) y paradigma de la libertad sexual y cultural. Hasta aquí todo bien, un clásico planteamiento bildungsroman a la americana: rotura de las cadenas familiares, búsqueda de nuevas experiencias, (probablemente) sexo, drogas y rock and roll, vida en la carretera y todos esos clichés que tanto me gustan cuando están bien contados. Entonces empecé a leer.
[Inciso 1: si quieren un buen bildungsroman a la americana, lean El Palacio de la Luna, de Paul Auster]. 

Ya desde el principio el estilo de la prosa no me convenció. El gusto por la frase corta y el abuso del punto y aparte le dan a la narración un tono excesivamente trascendental, susceptible de convertirla en un mero ejercicio de estilo, o como mínimo, de imponer el estilo sobre la trama —una propuesta con la que no estoy en desacuerdo, siempre y cuando se formalice con sagacidad y no de manera forzada como es el caso—. De acuerdo, el narrador tiene diecisiete años, pero aun así no deja de ser un poco irritante. Sirvan de ejemplo las primeras líneas:

“Queso parmesano.
Todos mis problemas empezaron con queso parmesano.
Y terminaron con queso parmesano.
Mi vida hasta ahora ha sido un gran ciclo de queso.
En mi primer año en el colegio Saint Joseph se produjo el primer incidente con queso parmesano.” (Pág. 11) 

Por de pronto, pongo en duda que empezar un libro con tanto queso parmesano sea lo ideal. Si me preguntan, creo que estas cinco frases merecen figurar entre el top 10 de los peores comienzos de novela de la historia. Pero a lo que vamos, ¿es necesario tanto punto y aparte? ¿No hay un exceso de énfasis? No sé, también puedo estar equivocado, supongo que habrá a quién le guste (el inicio me refiero, no el queso parmesano). Sin duda es arriesgado y encaja bien con la concepción literaria de Spanbauer: escritura peligrosa y todo eso.
[Inciso 2: si quieren riesgo, lean a Vila-Matas, Bolaño o Cercas].

Sigamos. En este primer capítulo se narra la huida furtiva del protagonista —aunque no se nos dan muchas explicaciones sobre por qué quiere escapar— de un hogar familiar del que está harto y asqueado:

“El jodido brillo de la luz del techo, las jodidas sillas amarillas, el jodido mantel de hule con los jodidos tulipanes estampados en él, las cuatro jodidas tajadas de rosbif, el jodido bol verde de jodido puré de patatas, la jodida fuente azul de los jodidos guisantes de lata, la jodida salsera naranja, la jodida cesta de pan, el jodido platito de la mantequilla, el jodido ketchup Heinz 57, y las jodidas lecheras para la sal y la pimienta”. (Pág. 27) 

Por si a alguien se le ha escapado el malestar de Rigby, el autor insiste en el jodido adjetivo a lo largo de los tres párrafos siguientes. ¿Se supone que esto el cabreo de un adolescente rebelde que pretende marcharse de casa? ¿Esto es toda la teenage angst que es capaz de supurar un joven hastiado?, ¿“el jodido platito de la mantequilla”? Más bien parece la absurda rabieta de un niño mimado, una inofensiva pataleta que lo único que provoca son ganas de agarrarlo por las solapas y sacudirlo fuertemente mientras se le exige que suelte algo de bilis de la de verdad. 

Antes de partir, Rigby pasa por casa de su amiga íntima Billie para despedirse. Billie es una niña extremadamente inteligente: “Podría ser ingeniera espacial si se lo propusiera, pero ha decidido ser beatnik. Es demasiado lista para ser hippie” (Pág. 31), una de esas reflexiones que pecan de exceso de intelectualismo y que me llevó a un primer amago de abandono. El protagonista ha vivido junto a ella muchos momentos mágicos, o sea, cursis: “No sabría deciros la cantidad de noches que nos quedamos sentados en la furgoneta aparcada bajo las estrellas, escuchando la radio, hablando, hablando sin parar, sobre el universo y Jean-Paul Sartre, Paul Harvey y Sigmund Freud” (Pág. 31), con lo cual el lector ya se imagina que la despedida va a ser de lo más triste, lacrimoso (¡por dios, si hasta la madre de Billie no puede soportar la idea de que Rigby se vaya y se encierra en el lavabo a llorar!), solemne y, sobre todo, trascendental: 

“Gracias, ha dicho Billie, por todo.
Soy yo el que debería dar las gracias, he dicho.
Entonces, así lo ha querido el destino, hemos dicho al unísono: Hemos hecho una promesa.
Ese extraño sonido saliendo de lo más profundo de nosotros.
Qué cosa más rara, la risa.
Mi mano derecha se ha levantado y ha formado con los dedos una V.
«Paz» ha sido todo lo que han logrado articular mis labios de goma.” (Pág. 34) 

No sé a ustedes, pero a mí tanta emotividad y afectación me empalagan sobremanera.
Superado este trance, Rigby John parece que por fin va a lanzarse a la carretera. Pero no, primero tiene que despedirse de su perro Tramp, un perro con el que, como adolescente solitario y timorato que es, mantiene unas conversaciones de lo más interesantes y, lo han adivinado, trascendentales: “No sabría decir cuántas veces me he sentado a su lado, he carraspeado y he dicho en voz baja algo así como: Tramp, ¿crees que Dios ha muerto? O: Tramp, ¿crees que el comunismo supone una amenaza para el estilo de vida americano?” (Pág. 38). En serio, alguien debería decirle que los perros no entienden el lenguaje humano y mucho menos lo hablan, pero bueno, supongo que esto forma parte de “la magia” de la novela. [Inciso 3: si quieren una novela donde la magia aparezca de forma verosímil y entretenida, háganse con Stone junction, de Jim Dodge].
Como ya se figuran, obviamente la despedida del cánido no va a estar falta de su correspondiente sobredosis de almíbar: 

“He dicho: Tramp, me voy a un lugar al que no puedes venir.
Ha empezado a jadear con la lengua colgando. Ha entornado el hocico con la lengua colgando.
En sus ojos he visto que se huele algo.
Luego ha empezado la pata, la cola.
Eso y el piano esta mañana casi me han partido el jodido corazón. (…)
¡Sentado!, he dicho. ¡Sentado, Tramp!
Y él se ha sentado. Tramp es un buen perro.
¡Ahora quieto!, he dicho. (…)
En cuento he llegado al asfalto de Thyee Road, he pisado a fondo el acelerador. (…)
Ocho kilómetros más adelante, bajo la hilera de álamos de Virginia de Philbin Road, he dejado de ver por el retrovisor a Tramp a la luz de la luna.” (Págs. 39-40) 

El perrito abandonado a la luz de la luna. Una imagen, oh, de lo más tierna, sensible y rompecorazones que he leído en mucho tiempo. Por favor.
 
Cuando finalmente, superados todos los dramas, Rigby se echa a la carretera uno piensa “bueno, se acabaron las lloros y la mojigatería, ahora empieza la road movie”. [Inciso 4: si desean una buena road novel, lean El Cadillac de Big Bopper, también de Jim Dodge]. Pero no del todo, todavía quedan conmovedoras lágrimas que derramar:

“Luego he vuelto a encender la radio para ver si lograba sintonizar alguna emisora. Lo he conseguido.
Se oía con toda claridad.
«Si vas a san Francisco, asegúrate de llevar flores en el pelo.»
Tantas canciones tristes.
He llorado todo el camino hasta Twin Falls.
He aparcado la camioneta en la calle Norby. En la esquina de Norby con South Sward.
He echado a andar hacia el sur. Solo me he detenido una vez para coger esta margarita.” (Pág. 41) 

A ver, no tengo nada en contra de que el protagonista llore y exprese sus sentimientos, ¡pero es que es la quinta llorera en apenas 30 páginas! Tampoco tengo nada en contra de Scott McKenzie, de su archiconocido himno hippy (bueno quizá sí, más en contra de la canción que de McKenzie, pero eso es otro tema), ni de que los hombres luzcan flores, pero ¡por favor, que ñoñería! Suerte que ya estaba prácticamente al final del capítulo; no me he visto con ánimo de seguir adelante. He cerrado el libro y he ido corriendo a la cocina a lamer un limón y tragarme un puñado de sal para quitarme de encima tanta sacarina y tanto trascendentalismo trascendental melindroso. 
 

SEGUNDA PARTE 

Pasada la crisis diabética, ya más sosegado y releyendo lo escrito, me he preguntado si acaso no soy yo el que anda errado y en realidad la novela no es tan mala como presupongo. He vuelto a coger el libro y en la contraportada he leído un extracto de la crítica del New York Times Book Review: “El milagro de Ahora es el momento es que nos obliga a reconsiderar todas nuestras ideas acerca de la narración, la historia y el mito… Spanbauer captura la música de la mente y del cuerpo.” No sé a qué música se refiere, si son los pastelazos de romanticismo barato de Elton John, Meat Loaf y Bryan Adams, entonces de acuerdo. Pero no, no puede ser, si el New York Times dice que es bueno, es bueno, soy yo el que está equivocado.  

Me gustaría hacer una prueba, copiar las primeras 100 páginas del libro, imprimirlas y enviárselas a varias editoriales como si las hubiese escrito yo, autor anónimo, a ver qué me responden, pero tendría que emplear un esfuerzo y un tiempo que no estoy dispuesto a malgastar. Me encantaría leer las contestaciones; apuesto a que ninguna aceptaría el manuscrito, pero claro, yo no me llamo Tom Spanbauer. Aunque, pensándolo bien y en vista de la situación actual del sector, tampoco creo que ninguna editorial aceptase hoy en día publicar a alguien como Thomas Bernhard ni a muchos otros autores que sí vale la pena leer. 

A continuación he estado navegando por diferentes blogs y he constatado que en general todas las críticas eran positivas. Sólo esta parecía que no: “Hace una semana reemprendo la lectura y, cansado como estoy de las novelas de iniciación vital y existencial, tengo que forzarme para llegar hasta la página 200. Da la impresión de que en 200 páginas el autor se toma su tiempo para que no pase nada (…) En varias ocasiones tengo ganas de tirar el libro al wáter, por diferentes razones. La primera: qué me importa a mí la vida de un ranchero en medio de sus campos en Idaho.”  

Suelto un suspiro de alivio por no haber osado pasar del primer capítulo y haberme ahorrado así mayores decepciones y porque por fin he encontrado a alguien que comparte mi opinión. Sin embargo, sigo leyendo: “Total, que llego hasta la página 200 tirándome del pelo en más de una ocasión, pero llego (no hay nada peor que llegar a la página 200 de un libro y darte cuenta de que has perdido el tiempo). Y entonces las cosas, la historia empieza a despegar, los acontecimientos empiezan a sucederse con más y más velocidad (…) de repente da un salto. Da un salto mortal. Y además esa forma de escribir que en un principio parecía como poco comprimida, como muy aireada, de repente, alcanza el reto de acercarse a la poesía pura.”
O sea, que acaba bien. Maldita sea. Definitivamente lo acepto, el problema es mío.  

Lo siento, no me hagan caso.
Lo retiro.
Todo.
Debería darle otra oportunidad a la novela.
Reciban una lágrima de arrepentimiento y una corona de flores en el pelo.
 

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