Tom Spanbauer
Novela
Ed. Mondadori, 2007,
524 págs.
PRIMERA PARTE
Hoy voy a quebrantar
una de las normas que me autoimpuse al comenzar este blog: no publicar
nunca una reseña negativa de un libro. En parte, pretendía hacer valer aquella
frase que mi abuela tanto nos repetía y que, precisamente por haberla oído
tantísimo, acabó calando en mi mente: “Si no tienes nada bueno que decir, mejor
no digas nada”. Sin embargo, el motivo principal era evitar lo que tan a menudo
he visto en otros blogs, esto es, la horda de comentarios despectivos que suele
acarrear una mala crítica por parte de la gente a la que sí le ha gustado el
libro en cuestión, de todos esos lectores/as que piensan que cualquier opinión
que difiera de la suya es un ataque, una afrenta personal contra ellos/as que,
como tal, debe ser satisfecha, emendada y reparada a base de exigir una rectificación
inmediata al autor del artículo a través de comentarios maleducados. Pero como sea
que este blog no lo lee nadie, no hay peligro de que eso ocurra, así que allá
voy.
Es difícil
valorar con imparcialidad la última novela de un autor cuando la anterior que
leíste te entusiasmó, tal y como me pasó con El hombre que se enamoró de la luna (editada en castellano en 1994
y que yo leí tardíamente una década después). Es el problema de las altas expectativas,
que a menudo se convierten en grandes desilusiones porque cualquier mérito
palidece en comparación. Ocurre, por ejemplo, con la tercera parte de la saga
de El Padrino o el segundo disco de
MGMT, por poner los dos primeros casos que me han venido a la cabeza, no es que sean
obras objetivamente malas, pero claro, visto lo visto…
Por eso la
lectura del primer capítulo (no pasé de ahí) de Ahora es el momento, de Tom Spanbauer, se ha convertido en una de
las peores decepciones que he sufrido últimamente. Según avanzaba en la lectura
mi gesto pasó de la sonrisa entusiasta a la flojera facial, y mis pensamientos
del regocijo de “me esperan horas de entretenida lectura” al chasco de “no me
puedo creer lo que estoy leyendo”. Déjenme analizar esas primeras 40 páginas y
valoren ustedes mismos si tengo o no razón.
Tal y como
anuncia la contraportada, Ahora es el
momento es una novela de formación, la historia de un adolescente, Rigby John
Klusener, que decide abandonar el rígido y católico hogar familiar en Idaho
para marcharse a San Francisco, meca del movimiento hippy (estamos en 1967) y
paradigma de la libertad sexual y cultural. Hasta aquí todo bien, un clásico planteamiento
bildungsroman a la americana: rotura
de las cadenas familiares, búsqueda de nuevas experiencias, (probablemente)
sexo, drogas y rock and roll, vida en la carretera y todos esos clichés que
tanto me gustan cuando están bien contados. Entonces empecé a leer.
[Inciso 1: si
quieren un buen bildungsroman a la
americana, lean El Palacio de la Luna,
de Paul Auster].
Ya desde el
principio el estilo de la prosa no me convenció. El gusto por la frase corta y
el abuso del punto y aparte le dan a la narración un tono excesivamente
trascendental, susceptible de convertirla en un mero ejercicio de estilo, o
como mínimo, de imponer el estilo sobre la trama —una propuesta con la que
no estoy en desacuerdo, siempre y cuando se formalice con sagacidad y no de
manera forzada como es el caso—. De acuerdo, el narrador tiene diecisiete años, pero
aun así no deja de ser un poco irritante. Sirvan de ejemplo las primeras líneas:
“Queso
parmesano.
Todos mis
problemas empezaron con queso parmesano.
Y terminaron con
queso parmesano.
Mi vida hasta
ahora ha sido un gran ciclo de queso.
En mi primer año
en el colegio Saint Joseph se produjo el primer incidente con queso parmesano.” (Pág. 11)
Por de pronto,
pongo en duda que empezar un libro con tanto queso parmesano sea lo ideal. Si
me preguntan, creo que estas cinco frases merecen figurar entre el top 10 de los peores comienzos de novela
de la historia. Pero a lo que vamos, ¿es necesario tanto punto y aparte? ¿No
hay un exceso de énfasis? No sé, también puedo estar equivocado, supongo que habrá
a quién le guste (el inicio me refiero, no el queso parmesano). Sin duda es
arriesgado y encaja bien con la concepción literaria de Spanbauer: escritura
peligrosa y todo eso.
[Inciso 2: si quieren riesgo, lean a Vila-Matas, Bolaño o Cercas].
[Inciso 2: si quieren riesgo, lean a Vila-Matas, Bolaño o Cercas].
Sigamos. En este
primer capítulo se narra la huida furtiva del protagonista —aunque no se nos
dan muchas explicaciones sobre por qué quiere escapar— de un hogar familiar del
que está harto y asqueado:
“El jodido
brillo de la luz del techo, las jodidas sillas amarillas, el jodido mantel de
hule con los jodidos tulipanes estampados en él, las cuatro jodidas tajadas de
rosbif, el jodido bol verde de jodido puré de patatas, la jodida fuente azul de
los jodidos guisantes de lata, la jodida salsera naranja, la jodida cesta de
pan, el jodido platito de la mantequilla, el jodido ketchup Heinz 57, y las
jodidas lecheras para la sal y la pimienta”. (Pág. 27)
Por si a alguien
se le ha escapado el malestar de Rigby, el autor insiste en el jodido adjetivo
a lo largo de los tres párrafos siguientes. ¿Se supone que esto el cabreo de un adolescente rebelde que pretende marcharse de
casa? ¿Esto es toda la teenage angst
que es capaz de supurar un joven hastiado?, ¿“el jodido platito de la
mantequilla”? Más bien parece la absurda rabieta de un niño mimado, una
inofensiva pataleta que lo único que provoca son ganas de agarrarlo por las
solapas y sacudirlo fuertemente mientras se le exige que suelte algo de bilis
de la de verdad.
Antes de partir,
Rigby pasa por casa de su amiga íntima Billie para despedirse. Billie es una
niña extremadamente inteligente: “Podría ser ingeniera espacial si se lo
propusiera, pero ha decidido ser beatnik. Es demasiado lista para ser hippie”
(Pág. 31), una de esas reflexiones que pecan de exceso de intelectualismo y que
me llevó a un primer amago de abandono. El protagonista ha vivido junto a ella muchos
momentos mágicos, o sea, cursis: “No sabría deciros la cantidad de noches que
nos quedamos sentados en la furgoneta aparcada bajo las estrellas, escuchando
la radio, hablando, hablando sin parar, sobre el universo y Jean-Paul Sartre,
Paul Harvey y Sigmund Freud” (Pág.
31), con lo cual el lector ya se imagina que la despedida va a ser de lo más
triste, lacrimoso (¡por dios, si hasta la madre de Billie no puede soportar la
idea de que Rigby se vaya y se encierra en el lavabo a llorar!), solemne y,
sobre todo, trascendental:
“Gracias, ha
dicho Billie, por todo.
Soy yo el que
debería dar las gracias, he dicho.
Entonces, así lo
ha querido el destino, hemos dicho al unísono: Hemos hecho una promesa.
Ese extraño
sonido saliendo de lo más profundo de nosotros.
Qué cosa más
rara, la risa.
Mi mano derecha
se ha levantado y ha formado con los dedos una V.
«Paz» ha sido
todo lo que han logrado articular mis labios de goma.” (Pág. 34)
No sé a ustedes,
pero a mí tanta emotividad y afectación me empalagan sobremanera.
Superado este
trance, Rigby John parece que por fin va a lanzarse a la carretera. Pero no,
primero tiene que despedirse de su perro Tramp, un perro con el que, como
adolescente solitario y timorato que es, mantiene unas conversaciones de lo más
interesantes y, lo han adivinado, trascendentales: “No sabría decir cuántas
veces me he sentado a su lado, he carraspeado y he dicho en voz baja algo así
como: Tramp, ¿crees que Dios ha muerto? O: Tramp, ¿crees que el comunismo
supone una amenaza para el estilo de vida americano?” (Pág. 38). En serio, alguien debería decirle que los perros no
entienden el lenguaje humano y mucho menos lo hablan, pero bueno, supongo que
esto forma parte de “la magia” de la novela. [Inciso 3: si quieren una novela
donde la magia aparezca de forma verosímil y entretenida, háganse con Stone junction, de Jim Dodge].
Como ya se
figuran, obviamente la despedida del cánido no va a estar falta de su
correspondiente sobredosis de almíbar:
“He dicho:
Tramp, me voy a un lugar al que no puedes venir.
Ha empezado a
jadear con la lengua colgando. Ha entornado el hocico con la lengua colgando.
En sus ojos he
visto que se huele algo.
Luego ha empezado
la pata, la cola.
Eso y el piano
esta mañana casi me han partido el jodido corazón. (…)
¡Sentado!, he
dicho. ¡Sentado, Tramp!
Y él se ha
sentado. Tramp es un buen perro.
¡Ahora quieto!,
he dicho. (…)
En cuento he
llegado al asfalto de Thyee Road, he pisado a fondo el acelerador. (…)
Ocho kilómetros
más adelante, bajo la hilera de álamos de Virginia de Philbin Road, he dejado
de ver por el retrovisor a Tramp a la luz de la luna.” (Págs. 39-40)
El perrito
abandonado a la luz de la luna. Una imagen, oh, de lo más tierna, sensible y
rompecorazones que he leído en mucho tiempo. Por favor.
Cuando finalmente,
superados todos los dramas, Rigby se echa a la carretera uno piensa “bueno, se
acabaron las lloros y la mojigatería, ahora empieza la road movie”. [Inciso 4: si desean una buena road novel, lean El Cadillac
de Big Bopper, también de Jim Dodge]. Pero no del todo, todavía quedan
conmovedoras lágrimas que derramar:
“Luego he vuelto
a encender la radio para ver si lograba sintonizar alguna emisora. Lo he conseguido.
Se oía con toda
claridad.
«Si vas a san
Francisco, asegúrate de llevar flores en el pelo.»
Tantas canciones
tristes.
He llorado todo
el camino hasta Twin Falls.
He aparcado la
camioneta en la calle Norby. En la esquina de Norby con South Sward.
He echado a
andar hacia el sur. Solo me he detenido una vez para coger esta margarita.”
(Pág. 41)
A ver, no tengo
nada en contra de que el protagonista llore y exprese sus sentimientos, ¡pero
es que es la quinta llorera en apenas 30 páginas! Tampoco tengo nada en contra
de Scott McKenzie, de su archiconocido himno hippy (bueno quizá sí, más en
contra de la canción que de McKenzie, pero eso es otro tema), ni de que los
hombres luzcan flores, pero ¡por favor, que ñoñería! Suerte que ya estaba
prácticamente al final del capítulo; no me he visto con ánimo de seguir
adelante. He cerrado el libro y he ido corriendo a la cocina a lamer un limón y
tragarme un puñado de sal para quitarme de encima tanta sacarina y tanto trascendentalismo
trascendental melindroso.
SEGUNDA PARTE
Pasada la crisis
diabética, ya más sosegado y releyendo lo escrito, me he preguntado si acaso no
soy yo el que anda errado y en realidad la novela no es tan mala como
presupongo. He vuelto a coger el libro y en la contraportada he leído un extracto
de la crítica del New York Times Book Review: “El milagro de Ahora es el
momento es que nos obliga a reconsiderar todas nuestras ideas acerca de la
narración, la historia y el mito… Spanbauer captura la música de la mente y del
cuerpo.” No sé a qué música se refiere, si son los pastelazos de romanticismo
barato de Elton John, Meat Loaf y Bryan Adams, entonces de acuerdo. Pero no, no
puede ser, si el New York Times dice que es bueno, es bueno, soy yo el que está
equivocado.
Me gustaría
hacer una prueba, copiar las primeras 100 páginas del libro, imprimirlas y
enviárselas a varias editoriales como si las hubiese escrito yo, autor anónimo,
a ver qué me responden, pero tendría que emplear un esfuerzo y un tiempo que no
estoy dispuesto a malgastar. Me encantaría leer las contestaciones; apuesto a que
ninguna aceptaría el manuscrito, pero claro, yo no me llamo Tom Spanbauer.
Aunque, pensándolo bien y en vista de la situación actual del sector,
tampoco creo que ninguna editorial aceptase hoy en día publicar a alguien como
Thomas Bernhard ni a muchos otros autores que sí vale la pena leer.
A continuación
he estado navegando por diferentes blogs y he constatado que en
general todas las críticas eran positivas. Sólo esta
parecía que no: “Hace una semana reemprendo la lectura y, cansado como estoy de
las novelas de iniciación vital y existencial, tengo que forzarme para llegar
hasta la página 200. Da la impresión de que en 200 páginas el autor se toma su
tiempo para que no pase nada (…) En varias ocasiones tengo ganas de tirar el
libro al wáter, por diferentes razones. La primera: qué me importa a mí la vida
de un ranchero en medio de sus campos en Idaho.”
Suelto un
suspiro de alivio por no haber osado pasar del primer capítulo y haberme
ahorrado así mayores decepciones y porque por fin he encontrado a alguien que
comparte mi opinión. Sin embargo, sigo leyendo: “Total, que llego hasta la
página 200 tirándome del pelo en más de una ocasión, pero llego (no hay nada
peor que llegar a la página 200 de un libro y darte cuenta de que has perdido
el tiempo). Y entonces las cosas, la historia empieza a despegar, los
acontecimientos empiezan a sucederse con más y más velocidad (…) de repente da
un salto. Da un salto mortal. Y además esa forma de escribir que en un
principio parecía como poco comprimida, como muy aireada, de repente, alcanza
el reto de acercarse a la poesía pura.”
O sea, que acaba
bien. Maldita sea. Definitivamente lo acepto, el problema es mío.
Lo siento, no me
hagan caso.
Lo retiro.
Todo.
Debería darle
otra oportunidad a la novela.
Reciban una lágrima
de arrepentimiento y una corona de flores en el pelo.
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