miércoles, 13 de noviembre de 2013

DE CUENTOS

En las nubes
Ian McEwan
Cuentos
Ed. Anagrama, 2007, 147 págs. 

La última noche
James Salter
Cuentos
Ed. Salamandra, 2005, 156 págs. 

Ha querido la casualidad que en las últimas semanas me hayan recomendado dos libros de cuentos, además de un interesante artículo que pueden ustedes leer aquí. Parece ser que desde que concedieron el Premio Nobel de Literatura de este año a Alice Munro, maestra canadiense del relato corto, el cuento se ha puesto de moda, al menos en la esfera blogger. Vaya por delante que no soy un fan del género; no suelo leer cuentos, y cuando lo hago, voy a lo seguro (Borges, Cortázar, Monterroso…); lo mío es más la novela. De hecho, creo que el último libro de cuentos que leí (antes que los dos que voy a comentar, me refiero) fue Siete cuentos imposibles, de Javier Argüello, allá por el mes de junio de 2010 —una recopilación altamente recomendable, por cierto—. Sin embargo, creo que vale la pena reseñar estos dos libros ya que me han sorprendido gratamente. Al margen de polémicas estériles a favor/en contra del cuento como género literario, yo sólo distingo entre dos tipos: los buenos y los malos. Obviamente, los que voy a comentar figuran entre los primeros.

Empecemos por En las nubes de Ian McEwan. A McEwan seguramente ya lo conozcan por sus novelas Amsterdam, Expiación, Sábado o Chesil Beach, todas ellas de gran repercusión y altísima calidad. Personalmente creo que Ian McEwan representa al novelista británico por excelencia: no se puede ser más novelista ni más británico. Si en la enciclopedia existiese la entrada novelista británico —perdonen la insistencia—, sería su foto la que aparecería al lado. Y claro, eso se nota en su manera de abordar la distancia corta, porque En las nubes no es exactamente un libro de cuentos al uso. Sus protagonistas —Peter Fortune, un niño de diez años de imaginación desbordante, y su familia— son los mismos a lo largo de todo el libro. Por tanto, más que de cuentos, yo hablaría de capítulos, o mejor dicho, de episodios. Así, cada historia es un episodio de la vida cotidiana de la familia Fortune distorsionado a través de la mente fabuladora de Peter, capaz de convertir lo prosaico y anodino en auténticas aventuras. No me gusta aplicar la etiqueta de realismo mágico a McEwan por el peso de las connotaciones que acarrea, pero si la depuran de ideas preconcebidas, verán sin duda que algo de eso hay. Resulta admirable la capacidad del autor para narrar hechos tan fantásticos como el intercambio de cuerpos entre un gato y un niño, la disolución (literal) de toda una familia o la metamorfosis del protagonista en un bebé de pocos meses, siempre con sorprendente sencillez, verosimilitud y esa extrema elegancia tan inglesa y tan suya.
Lástima que al eludir el sujeto en la traducción del título al castellano se pierda inevitablemente la referencia a la idiosincrasia del protagonista, presente en el título original, Daydreamer, palabra para la que no tenemos equivalente y que vendría a significar “el que sueña de día/despierto”. 
 
Les decía al principio que sólo distingo entre dos tipos de cuentos, buenos y malos, pero no es cierto, también los clasifico en cerrados y abiertos. Los primeros serían aquellos que reproducen a escala reducida la estructura de una novela, es decir, que tienen inicio, nudo y desenlace, y por tanto, transmiten cierto mensaje o moraleja (Augusto Monterroso sería quizá su mejor representante); los segundos son más indefinidos, más volubles y aleatorios: vendrían a ser como un fragmento de una historia más amplia que no llegamos a vislumbrar, como una fotografía que el autor ha decidido fijar en un momento dado de la existencia de unos personajes, pero que también se podría haber tomado cinco minutos antes o cinco minutos después, desde más cerca o desde más lejos (como ocurre, por ejemplo, en la obra de Raymond Carver). Mientras que los de McEwan se acercan al primer grupo, los cuentos de James Salter pertenecen más al segundo. 

Efectivamente, el libro de Salter le deja a uno un poco descolocado. Sus relatos son como postales que sitúan al lector en el rol de un voyeur que echase una breve mirada a la vida de unos personajes desengañados y melancólicos que parecen moverse en un presente indefinido. Dice Rodrigo Fresán que “al leer a Salter se experimenta la curiosa sensación de estar paladeando un clásico atemporal” y estoy de acuerdo, es totalmente clásico, pero no tanto en el sentido canónico. Yo lo interpreto más mirando al pasado que al futuro, en el sentido de que, a pesar de ser actuales, los cuentos parecen narrados en blanco y negro, como secuencias de cine de los años 50 —lo que inmediatamente me recuerda al primer libro de Javier Marías, Los dominios del lobo, éste mucho más directamente basado en las películas de aquella época—.
Existen sutiles conexiones entre las diferentes historias, tan sutiles que requieren una lectura muy atenta para no pasarlas por alto; un breve detalle aquí, cierto nombre repetido allá. El estilo de Salter es sin duda exigente: es capaz de simplificar tanto por ahorrarse una frase que a menudo hay que volver sobre lo leído para aclararse, lo cual puede hacer perder la paciencia a más de uno. Sin embargo, todo queda perdonado al acabar el último cuento, sin duda el mejor del libro y el que le da título. Sencillamente excepcional. Es de aquellos relatos que le persiguen a uno durante días y que dejan un poso difícil de definir; lo podría intentar, pero lo mejor es que lo lean ustedes mismos.

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