Ian McEwan
Cuentos
Ed. Anagrama, 2007, 147
págs.
La última noche
James Salter
Cuentos
Ed. Salamandra, 2005, 156
págs.
Ha querido la
casualidad que en las últimas semanas me hayan recomendado dos libros de
cuentos, además de un interesante artículo que pueden ustedes leer aquí.
Parece ser que desde que concedieron el Premio Nobel de Literatura de este año
a Alice Munro, maestra canadiense del relato corto, el cuento se ha puesto de
moda, al menos en la esfera blogger. Vaya
por delante que no soy un fan del género; no suelo leer cuentos, y cuando lo
hago, voy a lo seguro (Borges, Cortázar, Monterroso…); lo mío es más la novela.
De hecho, creo que el último libro de cuentos que leí (antes que los dos que
voy a comentar, me refiero) fue Siete
cuentos imposibles, de Javier Argüello, allá por el mes de junio de 2010
—una recopilación altamente recomendable, por cierto—. Sin embargo, creo que
vale la pena reseñar estos dos libros ya que me han sorprendido gratamente. Al
margen de polémicas estériles a favor/en contra del cuento como género
literario, yo sólo distingo entre dos tipos: los buenos y los malos. Obviamente,
los que voy a comentar figuran entre los primeros.
Empecemos por En las nubes de Ian McEwan. A McEwan
seguramente ya lo conozcan por sus novelas Amsterdam,
Expiación, Sábado o Chesil Beach, todas ellas de gran repercusión y
altísima calidad. Personalmente creo que Ian McEwan representa al novelista
británico por excelencia: no se puede ser más novelista ni más británico. Si en
la enciclopedia existiese la entrada novelista
británico —perdonen la insistencia—, sería su foto la que aparecería al
lado. Y claro, eso se nota en su manera de abordar la distancia corta, porque En las nubes no es exactamente un libro
de cuentos al uso. Sus protagonistas —Peter Fortune, un niño de diez años de
imaginación desbordante, y su familia— son los mismos a lo largo de todo el
libro. Por tanto, más que de cuentos, yo hablaría de capítulos, o mejor dicho,
de episodios. Así, cada historia es un episodio de la vida cotidiana de la
familia Fortune distorsionado a través de la mente fabuladora de Peter, capaz de
convertir lo prosaico y anodino en auténticas aventuras. No me gusta aplicar la
etiqueta de realismo mágico a McEwan
por el peso de las connotaciones que acarrea, pero si la depuran de ideas
preconcebidas, verán sin duda que algo de eso hay. Resulta admirable la
capacidad del autor para narrar hechos tan fantásticos como el intercambio de
cuerpos entre un gato y un niño, la disolución (literal) de toda una familia o
la metamorfosis del protagonista en un bebé de pocos meses, siempre con
sorprendente sencillez, verosimilitud y esa extrema elegancia tan inglesa y tan
suya.
Lástima que al
eludir el sujeto en la traducción del título al castellano se pierda
inevitablemente la referencia a la idiosincrasia del protagonista, presente en
el título original, Daydreamer,
palabra para la que no tenemos equivalente y que vendría a significar “el que
sueña de día/despierto”.
Les decía al
principio que sólo distingo entre dos tipos de cuentos, buenos y malos, pero no
es cierto, también los clasifico en cerrados y abiertos. Los primeros serían
aquellos que reproducen a escala reducida la estructura de una novela, es decir,
que tienen inicio, nudo y desenlace, y por tanto, transmiten cierto mensaje o
moraleja (Augusto Monterroso sería quizá su mejor representante); los segundos son
más indefinidos, más volubles y aleatorios: vendrían a ser como un fragmento de
una historia más amplia que no llegamos a vislumbrar, como una fotografía que
el autor ha decidido fijar en un momento dado de la existencia de unos
personajes, pero que también se podría haber tomado cinco minutos antes o cinco
minutos después, desde más cerca o desde más lejos (como ocurre, por ejemplo,
en la obra de Raymond Carver). Mientras que los de McEwan se acercan al primer
grupo, los cuentos de James Salter pertenecen más al segundo.
Efectivamente,
el libro de Salter le deja a uno un poco descolocado. Sus relatos son como
postales que sitúan al lector en el rol de un voyeur que echase una breve mirada a la vida de unos personajes
desengañados y melancólicos que parecen moverse en un presente indefinido. Dice
Rodrigo Fresán que “al leer a Salter se experimenta la curiosa sensación de
estar paladeando un clásico atemporal” y estoy de acuerdo, es totalmente
clásico, pero no tanto en el sentido canónico. Yo lo interpreto más mirando al pasado
que al futuro, en el sentido de que, a pesar de ser actuales, los cuentos
parecen narrados en blanco y negro, como secuencias de cine de los años 50 —lo
que inmediatamente me recuerda al primer libro de Javier Marías, Los dominios del lobo, éste mucho más
directamente basado en las películas de aquella época—.
Existen sutiles
conexiones entre las diferentes historias, tan sutiles que requieren una
lectura muy atenta para no pasarlas por alto; un breve detalle aquí, cierto
nombre repetido allá. El estilo de Salter es sin duda exigente: es capaz de
simplificar tanto por ahorrarse una frase que a menudo hay que volver sobre lo
leído para aclararse, lo cual puede hacer perder la paciencia a más de uno. Sin
embargo, todo queda perdonado al acabar el último cuento, sin duda el mejor del
libro y el que le da título. Sencillamente excepcional. Es de aquellos relatos
que le persiguen a uno durante días y que dejan un poso difícil de definir; lo
podría intentar, pero lo mejor es que lo lean ustedes mismos.
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