Georges Perec
Novela
Ed. Anagrama,
1989, 109 págs.
Supongo que es
lógico que la primera entrada de este blog se refiera a la novela que le da
título. El problema es que la leí hace mucho tiempo y no he querido releerla
para no estropear el recuerdo que guardo de ella, lo cual me ha traído a la
cabeza una frase de Eduardo Berti sobre cómo el olvido funciona a la larga como
arma crítica: “imagínese recordar a la perfección todos los libros que hemos
leído, sería tan inútil como insoportable, por fortuna la memoria se encarga de
seleccionar, y cuanto nos queda es una imagen, una vaga sensación, a lo sumo
una frase, ni siquiera de cada libro que leímos sino de algunos.”
La vaga
sensación que yo guardo de El gabinete de
un aficionado es la de un libro simpático y bien educado; corto, ameno y
descriptivo. La imagen es, por supuesto, la de la portada, el cuadro que
representa el gabinete de un coleccionista de arte en el cual está incluido el
propio cuadro dentro del cuadro, y el cuadro dentro del cuadro dentro del
cuadro, y así hasta seis veces, hasta llegar a una miniaturización de la obra que
mide tan solo cinco por tres milímetros. También recuerdo que la colección de
arte reunida por el diletante no es tanto una biografía pictórica o una muestra
de su propio gusto como una forma de venganza.
Georges Perec (1936-1982)
vivió poco y escribió mucho. Seguramente se le recordará más por su novela La vida instrucciones de uso —elegida por
los franceses como la mejor novela de la década 1975-1985 en una encuesta
realizada por Le Monde— o por formar
parte del OuLiPo —una taller de literatura experimental fundado por Raymond
Queneau— que por el librito que nos ocupa, no sin razón. La vida instrucciones de uso es una novela coral monumental (de hecho, en un principio El gabinete de un aficionado debía formar parte de La vida... pero al final Perec decidió que tenía entidad suficiente como para funcionar independientemente), un
intento de describir la realidad a través de las vidas de los habitantes de un
inmueble parisino. Uno de los personajes del libro, Bartlebooth, se embarca en
una misión parecida a la del propio Perec: “Imaginemos un hombre cuya riqueza
sólo se pueda comparar con su indiferencia por todo lo que la riqueza suele
permitir de ordinario y cuyo deseo, mucho más orgulloso, estriba en querer
abarcar, describir, agotar, no la totalidad del mundo —proyecto que se destruye
con sólo enunciarse—, sino un fragmento constituido del mismo: frente a la
inextricable incoherencia del mundo, se tratará entonces de llevar a cabo un
programa en su totalidad, sin duda limitado, pero entero, intacto,
irreductible.”
A partir de los ensayos
realizados en el Ouvroir de Littérature Potentielle
surgieron obras como El secuestro —novela
escrita íntegramente sin usar la letra e
(en francés, la a en su traducción al
castellano—, Lo infraordinario —un
intento por describir “lo que realmente pasa cuando no pasa nada” que contiene
capítulos tan deliciosamente triviales como “Tentativa de inventario de los
alimentos y líquidos que engullí en el transcurso del año mil novecientos
setenta y cuatro”— o la Tentativa de
agotamiento de un lugar parisino —un listado de todo lo que pasó durante los
tres días de octubre en que Perec se instaló en un banco de la Place
Saint-Suplice de París—. De esta última conservo el agradable recuerdo de
haberla leído sentado en la terraza del Café de la Mairie, en la misma Place
Saint-Suplice, una fría tarde de invierno, abrazado al calor de mi petaca y
comprobando con asombro como muchas de las cosas descritas por Perec casi
cuarenta años antes ocurrían de pronto ante mis ojos: “Una mujer lleva una baguette en la mano”, “Pasa un [autobús]
87”. Una curiosa y divertida experiencia literaria que recomendaría a
cualquiera que se pueda permitir llevarla a cabo.
Las cenizas de
Georges Perec, fallecido a los cuarenta y cinco años a consecuencia de un
cáncer de pulmón, se encuentran en las galerías del crematorio del cementerio
de Père Lachaise, en un nicho sencillo y discreto. El día que lo fui a visitar,
mientras me hacía una foto frente a la pequeña lápida, se me acercaron dos
ancianas a preguntarme si era allí donde yacía Laurent Fignon. Debían tener la
vista demasiado cansada como para leer todos los nombres de la galería y mucho
menos descifrar la ubicación correcta de las cenizas del ciclista en el plano
que repartían a la entrada del cementerio. No sé por qué —supongo que por
piedad, por ahorrarles la búsqueda, o peor aún, por miedo, para que no me
pidieran que las ayudase a encontrarlo— les dije que sí, que aquel era el nicho
de Fignon, e inmediatamente me ofrecí a hacerles yo una foto a ellas antes de
que se acercasen a comprobarlo. Salieron las dos sonrientes, encantadas de
retratarse junto a los restos de Laurent Fignon sin saber que en realidad eran los
de Georges Perec. Luego me dieron las gracias y se marcharon.
Bienvenido al SXXI, a la espera que te hagas un facebook! Si las ancianaa fanáticas de Fignon te leen, van a maldecirte.
ResponderEliminarGracias, Peter Pan!
ResponderEliminarRespecto a las ancianas, no creo que lleguen a leer esto, no...
Muy bienvenido a la red! Y suerte en esta nueva andadura ;P
ResponderEliminarUn abrazo!
Eis mola!!! Welcome!! Y muy buen primer post!
ResponderEliminarGracias chicos!
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