Enrique
Vila-Matas
Novela
Ed. Seix Barral,
2014, 300 págs.
Me imagino que ya conocen la historia:
en 2012 Vila-Matas fue invitado a participar en la decimotercera edición de la feria
de arte contemporáneo Documenta de Kassel. Su tarea, sentarse a escribir en un
restaurante chino de las afueras de la ciudad durante unos días, convirtiéndose
así en una especie de instalación viviente. Esta extraña y atractiva propuesta
se convirtió poco después en la novela Kassel
no invita a la lógica, donde un narrador con alter egos (Autre y Piniowsky), relata sus experiencias durante una
semana en el festival alemán.
A estas alturas
creo que resulta intrascendente preguntarse si ese narrador es o no Vila-Matas.
Por supuesto que lo es y no lo es; llevando una vida tan absolutamente
literaria como la de Vila-Matas resultaría casi obsceno que ahora se pusiese a
inventar aventuras, pero por otro lado sus aventuras no necesariamente son tan
radicalmente literarias como para que no haga falta inventarlas también un poco.
Aunque hace años que la sigo, empecé a
leer la obra de Vila-Matas relativamente tarde, recién estrenado el siglo,
más o menos. Como tantos otros, me volví un fanático de su Historia abreviada de la literatura portátil, de ahí pasé a Bartleby y compañía, El Mal de Montano, Doctor Pasavento, El viaje
vertical, etc. Es sin duda el autor del que más libros he leído —puedo
decir que he leído prácticamente todo lo que ha escrito— por múltiples motivos:
porque ha sabido crear su propio universo literario —una liga única en la que
sólo juega él—, porque en su narrativa, como en el jazz, se respira improvisación
y libertad, porque parece una buena persona, porque es raro, porque en
ocasiones se contradice (como yo), por su finísima ironía, porque borra los
límites entre géneros, porque me cuesta descifrar cuando habla en serio y
cuando en broma, porque es humano, porque se repite mucho (como yo) y a veces
es pesadísimo (como yo), porque trata de camuflar su fantasiosa erudición,
porque a veces hace un triple salto mortal y ¡chimpum! cae de pie, porque miente (como yo), porque intenta que cada nueva obra sea diferente de la
anterior, por su uso (y abuso) de la anástrofe, porque utiliza la angustia y el
bloqueo como motor creativo, porque leyéndole uno aprende y porque abre un abanico de
autores y lecturas paralelas prácticamente inabarcable —él me descubrió a
Walser, a Gombrowicz, a Perec, a Montaigne, a Musil, a Lobo Antunes, a Tavares,
a Argüello, a Chejfec y a tantos otros—.
Sin embargo, la razón esencial por la
que leo a Vila-Matas con devoción no es ninguna de las anteriores, sino otra
bien sencilla: porque leer a Vila-Matas me da ganas de escribir (seguramente por
eso es considerado un “escritor para escritores”). En cada una de sus novelas
encuentro mil y un estímulos para sentarme a aporrear el teclado —cosa que al
final acabo no haciendo nunca—. Parece sencillísimo, sólo hay que mezclar un
poquito de biografía, cierta rareza, algunas citas literarias y dejar vagar la
mente para que lo amalgame todo, ¿fácil, verdad? Sí, ojalá lo fuera. De cada
uno de sus libros saco tres o cuatro títulos, todos muy sugerentes, de obras
que jamás escribiré: Circulaba por París
un coche fúnebre, Lo que realmente
pasa cuando no pasa nada, El espíritu
de la escalera, Cuaderno de Praga
o Un bar en las Azores...
Pero volvamos a Kassel… No sé por qué, pero la lectura de esta novela me produjo una
extraordinaria somnolencia. Ojo, no aburrimiento, no bostezos, no cansancio, no
desinterés; simplemente me daba sueño. Bueno, sí sé por qué: esa semana tuve
mucho trabajo y llegaba muy cansado a casa. El caso es que a las pocas páginas
me quedaba dormido y soñaba que era yo el que había viajado hasta Kassel en
busca del misterio del universo, a iniciarme en la poesía de un álgebra desconocida,
a desentrañar los entresijos del arte contemporáneo, a construirme una cabaña
para pensar y a sentarme a escribir en el Dschingis Khan. Y así cada noche. El
efecto se vio agravado al leer que “ninguna religión sirvió nunca para nada,
pues el sueño fue siempre más religioso que todas las religiones juntas, quizás
porque cuando dormimos estamos en realidad más cerca de Dios” (pg. 182) y que
dormir “era como conectar con el sueño divino que sostiene el mundo”. Aun así, logré acabar el libro.
Debo decir que Kassel… no es la mejor novela de
Vila-Matas ni tampoco la peor, con lo que gustará a sus seguidores y no dará
motivos para cambiar de opinión a sus detractores.
Otro asunto es la defensa a ultranza
del arte contemporáneo que hace el narrador, quien eligió tiempo atrás
posicionarse en el bando de la vanguardia, enarbolar el estandarte de la innovación
y la transgresión y apoyar a todos aquellos artistas que estuviesen de su lado.
He estudiado demasiada arquitectura y arte modernos (casi todas las asignaturas
optativas que cursé durante la carrera estaban relacionadas con la historia del
arte y la crítica artística) como para mirar la creación contemporánea por
encima del hombro con una risita irónica. Por tanto, no pongo en duda que una habitación
a oscuras, una corriente de aire, un galgo con una pata rosa o un descampado lleno
de escombros puedan considerarse obras de arte; pueden, en efecto, producir una
especulación filosófica, estimular cierto conocimiento posterior y sugerir un
análisis teórico más allá de lo que representan. De acuerdo. Pero exactamente
lo mismo puede decirse de un buzón de correos, del vuelo de una gaviota, del
perro de mi vecino, del sexto árbol de un parque o del atardecer de, no sé, el
13 de noviembre de 2006.
Es decir, no porque alguien —un artista— me presente algo relativamente cotidiano como arte, eso necesariamente va a desencadenar una serie de trastornos y emociones en mi interior (no necesito su bendición); es la predisposición de mi espíritu al visitar una feria de arte o una sala de exposiciones la que permite y facilita que se genere esa emoción. Sin esa predisposición del alma, un descampado es un simple descampado, cosa que no puede decirse, por ejemplo, de un cuadro de Velázquez (que no es un simple cuadro).
En consecuencia, tal y como yo lo veo, hoy en día el arte contemporáneo es más un estado de exaltación del ánimo del receptor que un mérito del productor. El mundo es arte; yo encuentro gozo estético y motivos de reflexión intelectual en cada esquina, en cada minuto de mi vida. Los embalajes de los productos del supermercado son un auténtico estallido de formas y colores, un prodigio del diseño gráfico, ¿hace falta que venga Andy Warhol a decírmelo? Lo único malo es que —como bien sabe el narrador de Kassel…— mantener ese entusiasmo, esa exaltación anímica, ese arrebato cuasi místico durante más de una hora agota terriblemente.
Es decir, no porque alguien —un artista— me presente algo relativamente cotidiano como arte, eso necesariamente va a desencadenar una serie de trastornos y emociones en mi interior (no necesito su bendición); es la predisposición de mi espíritu al visitar una feria de arte o una sala de exposiciones la que permite y facilita que se genere esa emoción. Sin esa predisposición del alma, un descampado es un simple descampado, cosa que no puede decirse, por ejemplo, de un cuadro de Velázquez (que no es un simple cuadro).
En consecuencia, tal y como yo lo veo, hoy en día el arte contemporáneo es más un estado de exaltación del ánimo del receptor que un mérito del productor. El mundo es arte; yo encuentro gozo estético y motivos de reflexión intelectual en cada esquina, en cada minuto de mi vida. Los embalajes de los productos del supermercado son un auténtico estallido de formas y colores, un prodigio del diseño gráfico, ¿hace falta que venga Andy Warhol a decírmelo? Lo único malo es que —como bien sabe el narrador de Kassel…— mantener ese entusiasmo, esa exaltación anímica, ese arrebato cuasi místico durante más de una hora agota terriblemente.