jueves, 28 de noviembre de 2013

TEORÍA DE LYON: FUNÈS vs VILA-MATAS

Todos los Funes
Eduardo Berti
Novela
Ed. Anagrama, 2004, 170 págs. 

Perder teorías
Enrique Vila-Matas
Autoficción
Ed. Seix Barral, 2010, 64 páginas 

Tal y como les comenté hace unas semanas, tras la lectura (fortuita) de La sombra del púgil, me quedé con ganas de conocer más cosas de Eduardo Berti. De todas sus novelas desperdigadas por diferentes editoriales, la que más me llamó la atención fue Todos los Funes, por las connotaciones borgianas del título y por haber quedado finalista del XXII Premio Herralde de Novela (2004).
 
En Todos lo Funes el protagonista, Jean-Yves Funès, un viejo profesor universitario especialista en literatura iberoamericana, es invitado a un congreso en Lyon. Durante su estancia en la ciudad le acompañarán diversos personajes variopintos —un peculiar taxista, una suerte de Cicerón ciego que le guía por los traboules de la ciudad, un médico con el que comparte el apellido, una joven y atenta poetisa— que desfilan entre achaque y achaque de su cada vez más precaria salud. Sobre los recuerdos de Funès sobrevuela siempre la sombra de su esposa fallecida, Marie-Hélène, que al principio fue sólo una alumna atraída por su apellido y con quién más adelante planeó escribir un libro, originalmente su tesis doctoral, que reuniese a todos los Funes de la literatura, un proyecto que nunca llegaron a concluir.
 
En aquella tesis de Marie-Hélène se hablaba, por supuesto, del memorioso Funes de Borges, pero también de los Funes que aparecen en relatos de Horacio Quiroga, Roa Bastos o Julio Cortázar. Y así como Marie-Hélène “encontró paralelismos muy sutiles entre los relatos”, según avanzaba en la lectura, también yo he encontrado similitudes entre Todos lo Funes y otro libro muy diferente y muy parecido como es Perder teorías, de Enrique Vila-Matas. En esta suerte de ficción autobiográfica publicada en 2010, Vila-Matas —o un doble del señor Vila-Matas— es invitado a un simposio internacional sobre la novela que ha de celebrarse en Lyon, pero como nadie de la organización se pone en contacto con él, aprovecha la ocasión para construir una teoría general de la novela que consta de cinco puntos irrenunciables e imprescindibles.
 
Como verán, ambas obras tienen muchos puntos en común. Para empezar, los dos protagonistas asisten a un congreso literario en la misma ciudad, sólo que mientras Jean-Yves Funès viaja a Lyon en tren desde París —junto con el barco, seguramente los dos medios de transporte más literarios—, Vila-Matas tuvo la desfachatez de hacerlo en avión desde Barcelona. Al llegar, ambos son recibidos por personas diferentes de las que esperaban: Marc Verdier, un servicial ex alumno en el caso del primero, “El señor Nazaire pide disculpas porque no pudo recibirlo personalmente a causa de este abrupto cambio de horario. (…) En cualquier caso, dijo el joven, yo aproveché la circunstancia y me ofrecí a buscarlo, es un honor”; y un taxista en el caso del segundo, “una especie de tiparraco (alguien que me cayó mal desde el primer momento), un joven taxista con un cartel en el que había escrito —muy mal, con tres grotescos fallos ortográficos— mis apellidos.”
 
Los taxistas juegan un papel destacado en los dos libros. El que lleva a Vila-Matas se empeña en expresarse en portugués, es indiscreto (“parecía tener ganas de hablar y de inmiscuirse en mis asuntos”) e inexperto (“A mitad de trayecto me confesó que no sabía muy bien cómo se llegaba al Hôtel des Artistes”) y sus insistentes preguntas (“¿Y en qué trabaja usted exactamente, señor?”, “Y dígame, ¿se lo pasa uno bien siendo escritor?”) acaban por aburrirle tantísimo (“Parecía querer burlarse de mí. Y si no era así, lo parecía. Preferí no contestar”) que no ve el momento de librarse de él. En cambio, Pierre, el taxista que acompaña a Funès y a Verdier, es un chófer solícito y eufórico, que incluso se pone unos tapones para evitar oír la conversación entre los dos clientes, aunque más adelante interviene en ella activamente. En cualquier caso, ambos conductores son raros, algo pesados y sus conocimientos sobre literatura más bien escasos.
 
También existen similitudes en la ausencia de acogida, en la falta de recibimiento, de la que son víctimas cuando llegan al hotel Lanterne (Funès) y al Hôtel des Artistes (Vila-Matas), casualmente situados a escasos 700 metros uno de otro. Funès: “Como no había esperándolo nadie de la organización, se registró, dejó la pequeña valija sobre la cama (…) y fue a dar una vuelta por el área céntrica: la península entre los ríos Saône y Rhône. Toda vez que llegaba a una ciudad y daba un primer paseo, creía que allí estaban las mujeres más hermosas del mundo”. Vila-Matas: “En la recepción me dieron (…) un sobre blanco con un mapa y un programa, y ni una palabra de bienvenida, ni una tarjeta o carta personal de alguien, nada más. No sabía yo en qué momento —si existía tal momento— se pondrían en contacto conmigo.” Ante esta falta de planificación, Vila-Matas se instala en su habitación del Hôtel des Artistes, donde mata la espera reflexionando sobre la literatura y sus diferentes teorías hasta que decide, también, salir a dar un paseo: “Me gustaba el nombre por el que era conocida la zona de Lyon donde me encontraba: la presq’île (literalmente: la casi isla), una península en medio de los dos caudalosos ríos, el Ródano y el Saona, que pasan por el centro de la ciudad. (…) Salí a pasear por la bella presq’île al atardecer y fui caminando, con pasos lentos, casi tímidos, siguiendo el cauce de unos de sus ríos hasta llegar a una gran y hermosa plaza que tenía todo el aspecto de ser la más importante de la ciudad.”
 
Más coincidencias. La frase de Todos los Funes “Marie-Hélène encontró paralelismos muy sutiles entre los relatos” que Berti pone en boca de Jean-Yves, aparece en la página 53. Y precisamente en la página 53 de Perder teorías pude leerse esta otra frase: “Buscando dormirme lo más pronto posible, me dediqué a leer las primeras páginas de un libro cuya acción transcurría en Lyon.” ¿Pura casualidad? Puede ser. Y también es posible que el libro que leía Vila-Matas para coger el sueño fuese otro distinto del de Berti; existen muchas otras novelas cuya acción transcurre en Lyon. Sin embargo, abro la novela de Berti y justo al principio leo: “El día 8 de noviembre de 2004, un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets, Enrique Vila-Matas y el editor Jorge Herralde, otorgó el XXII Premio Herralde de Novela, por unanimidad, a El testigo, de Juan Villoro. Resultó finalista Todos los Funes, de Eduardo Berti.” Por tanto queda demostrado que Vila-Matas leyó Todos los Funes en 2004, lo que estaría por ver es si también la releyó en 2010 durante su estancia en Lyon y si, al hacerlo, proyectó introducir un “sutil paralelismo” entre aquélla y el breve ensayo que todavía estaba por escribir, justamente en la página 53.
 
Es de sobras conocida la tendencia de Vila-Matas a reinterpretar textos ajenos y a apropiarse de las frases que más le gustan. De hecho, me acaba de venir a la mente un ejemplo clarísimo. En el segundo capítulo, titulado “Confesiones preliminares”, del relato Un comedor de opio de Charles Baudelaire, incluido en el libro Los paraísos artificiales, podemos leer: “Las ocasiones de risas y llanto se entrelazan y mezclan tan bien en esta vida, que no puedo recordar sin sonreír un incidente que se produjo entonces y estuvo a punto de obstaculizar la ejecución inmediata de mi plan. Tenía yo una maleta de un peso enorme, porque además de mis trajes contenía casi toda mi biblioteca.” Y si ustedes han leído la segunda novela que escribió Vila-Matas, La asesina ilustrada, publicada originalmente en 1977, seguro que recuerdan su inicio: “Tan mezcladas y entremezcladas se encuentran en mi vida las ocasiones de risa y de llanto que me es imposible recordar sin buen humor el penoso incidente que me empujó a la publicación de estas páginas.”
Al margen de las evidentes semejanzas entre ambas frases, ¿no ven, además, en esa maleta que contiene casi toda la biblioteca de Baudelaire el germen de la posterior Historia abreviada de la literatura portátil de Vila-Matas?
 
Por lo tanto, volviendo a los dos libros que nos ocupan y dada la idiosincrasia literaria de Vila-Matas, la conclusión lógica me lleva a pensar que éste leyó la novela de Berti Todos los Funes, la admiró, la interiorizó, la asumió y años más tarde, cuando se vio en la tesitura de asistir a un simposio literario en Lyon, la exorcizó como armazón estructural, la utilizó como un caparazón vacío, que rellenó en forma de relato transformado en ficción autobiográfica sobre la elaboración de una teoría general de la novela.
 
La conjetura imposible es que Eduardo Berti y Enrique Vila-Matas sean en realidad una sola y única persona: Eduarrique Verti-Matas.
 

lunes, 18 de noviembre de 2013

DECEPCIÓN TRASCENDENTAL

Ahora es el momento
Tom Spanbauer
Novela
Ed. Mondadori, 2007, 524 págs.
 

PRIMERA PARTE 

Hoy voy a quebrantar una de las normas que me autoimpuse al comenzar este blog: no publicar nunca una reseña negativa de un libro. En parte, pretendía hacer valer aquella frase que mi abuela tanto nos repetía y que, precisamente por haberla oído tantísimo, acabó calando en mi mente: “Si no tienes nada bueno que decir, mejor no digas nada”. Sin embargo, el motivo principal era evitar lo que tan a menudo he visto en otros blogs, esto es, la horda de comentarios despectivos que suele acarrear una mala crítica por parte de la gente a la que sí le ha gustado el libro en cuestión, de todos esos lectores/as que piensan que cualquier opinión que difiera de la suya es un ataque, una afrenta personal contra ellos/as que, como tal, debe ser satisfecha, emendada y reparada a base de exigir una rectificación inmediata al autor del artículo a través de comentarios maleducados. Pero como sea que este blog no lo lee nadie, no hay peligro de que eso ocurra, así que allá voy. 

Es difícil valorar con imparcialidad la última novela de un autor cuando la anterior que leíste te entusiasmó, tal y como me pasó con El hombre que se enamoró de la luna (editada en castellano en 1994 y que yo leí tardíamente una década después). Es el problema de las altas expectativas, que a menudo se convierten en grandes desilusiones porque cualquier mérito palidece en comparación. Ocurre, por ejemplo, con la tercera parte de la saga de El Padrino o el segundo disco de MGMT, por poner los dos primeros casos que me han venido a la cabeza, no es que sean obras objetivamente malas, pero claro, visto lo visto… 

Por eso la lectura del primer capítulo (no pasé de ahí) de Ahora es el momento, de Tom Spanbauer, se ha convertido en una de las peores decepciones que he sufrido últimamente. Según avanzaba en la lectura mi gesto pasó de la sonrisa entusiasta a la flojera facial, y mis pensamientos del regocijo de “me esperan horas de entretenida lectura” al chasco de “no me puedo creer lo que estoy leyendo”. Déjenme analizar esas primeras 40 páginas y valoren ustedes mismos si tengo o no razón. 

Tal y como anuncia la contraportada, Ahora es el momento es una novela de formación, la historia de un adolescente, Rigby John Klusener, que decide abandonar el rígido y católico hogar familiar en Idaho para marcharse a San Francisco, meca del movimiento hippy (estamos en 1967) y paradigma de la libertad sexual y cultural. Hasta aquí todo bien, un clásico planteamiento bildungsroman a la americana: rotura de las cadenas familiares, búsqueda de nuevas experiencias, (probablemente) sexo, drogas y rock and roll, vida en la carretera y todos esos clichés que tanto me gustan cuando están bien contados. Entonces empecé a leer.
[Inciso 1: si quieren un buen bildungsroman a la americana, lean El Palacio de la Luna, de Paul Auster]. 

Ya desde el principio el estilo de la prosa no me convenció. El gusto por la frase corta y el abuso del punto y aparte le dan a la narración un tono excesivamente trascendental, susceptible de convertirla en un mero ejercicio de estilo, o como mínimo, de imponer el estilo sobre la trama —una propuesta con la que no estoy en desacuerdo, siempre y cuando se formalice con sagacidad y no de manera forzada como es el caso—. De acuerdo, el narrador tiene diecisiete años, pero aun así no deja de ser un poco irritante. Sirvan de ejemplo las primeras líneas:

“Queso parmesano.
Todos mis problemas empezaron con queso parmesano.
Y terminaron con queso parmesano.
Mi vida hasta ahora ha sido un gran ciclo de queso.
En mi primer año en el colegio Saint Joseph se produjo el primer incidente con queso parmesano.” (Pág. 11) 

Por de pronto, pongo en duda que empezar un libro con tanto queso parmesano sea lo ideal. Si me preguntan, creo que estas cinco frases merecen figurar entre el top 10 de los peores comienzos de novela de la historia. Pero a lo que vamos, ¿es necesario tanto punto y aparte? ¿No hay un exceso de énfasis? No sé, también puedo estar equivocado, supongo que habrá a quién le guste (el inicio me refiero, no el queso parmesano). Sin duda es arriesgado y encaja bien con la concepción literaria de Spanbauer: escritura peligrosa y todo eso.
[Inciso 2: si quieren riesgo, lean a Vila-Matas, Bolaño o Cercas].

Sigamos. En este primer capítulo se narra la huida furtiva del protagonista —aunque no se nos dan muchas explicaciones sobre por qué quiere escapar— de un hogar familiar del que está harto y asqueado:

“El jodido brillo de la luz del techo, las jodidas sillas amarillas, el jodido mantel de hule con los jodidos tulipanes estampados en él, las cuatro jodidas tajadas de rosbif, el jodido bol verde de jodido puré de patatas, la jodida fuente azul de los jodidos guisantes de lata, la jodida salsera naranja, la jodida cesta de pan, el jodido platito de la mantequilla, el jodido ketchup Heinz 57, y las jodidas lecheras para la sal y la pimienta”. (Pág. 27) 

Por si a alguien se le ha escapado el malestar de Rigby, el autor insiste en el jodido adjetivo a lo largo de los tres párrafos siguientes. ¿Se supone que esto el cabreo de un adolescente rebelde que pretende marcharse de casa? ¿Esto es toda la teenage angst que es capaz de supurar un joven hastiado?, ¿“el jodido platito de la mantequilla”? Más bien parece la absurda rabieta de un niño mimado, una inofensiva pataleta que lo único que provoca son ganas de agarrarlo por las solapas y sacudirlo fuertemente mientras se le exige que suelte algo de bilis de la de verdad. 

Antes de partir, Rigby pasa por casa de su amiga íntima Billie para despedirse. Billie es una niña extremadamente inteligente: “Podría ser ingeniera espacial si se lo propusiera, pero ha decidido ser beatnik. Es demasiado lista para ser hippie” (Pág. 31), una de esas reflexiones que pecan de exceso de intelectualismo y que me llevó a un primer amago de abandono. El protagonista ha vivido junto a ella muchos momentos mágicos, o sea, cursis: “No sabría deciros la cantidad de noches que nos quedamos sentados en la furgoneta aparcada bajo las estrellas, escuchando la radio, hablando, hablando sin parar, sobre el universo y Jean-Paul Sartre, Paul Harvey y Sigmund Freud” (Pág. 31), con lo cual el lector ya se imagina que la despedida va a ser de lo más triste, lacrimoso (¡por dios, si hasta la madre de Billie no puede soportar la idea de que Rigby se vaya y se encierra en el lavabo a llorar!), solemne y, sobre todo, trascendental: 

“Gracias, ha dicho Billie, por todo.
Soy yo el que debería dar las gracias, he dicho.
Entonces, así lo ha querido el destino, hemos dicho al unísono: Hemos hecho una promesa.
Ese extraño sonido saliendo de lo más profundo de nosotros.
Qué cosa más rara, la risa.
Mi mano derecha se ha levantado y ha formado con los dedos una V.
«Paz» ha sido todo lo que han logrado articular mis labios de goma.” (Pág. 34) 

No sé a ustedes, pero a mí tanta emotividad y afectación me empalagan sobremanera.
Superado este trance, Rigby John parece que por fin va a lanzarse a la carretera. Pero no, primero tiene que despedirse de su perro Tramp, un perro con el que, como adolescente solitario y timorato que es, mantiene unas conversaciones de lo más interesantes y, lo han adivinado, trascendentales: “No sabría decir cuántas veces me he sentado a su lado, he carraspeado y he dicho en voz baja algo así como: Tramp, ¿crees que Dios ha muerto? O: Tramp, ¿crees que el comunismo supone una amenaza para el estilo de vida americano?” (Pág. 38). En serio, alguien debería decirle que los perros no entienden el lenguaje humano y mucho menos lo hablan, pero bueno, supongo que esto forma parte de “la magia” de la novela. [Inciso 3: si quieren una novela donde la magia aparezca de forma verosímil y entretenida, háganse con Stone junction, de Jim Dodge].
Como ya se figuran, obviamente la despedida del cánido no va a estar falta de su correspondiente sobredosis de almíbar: 

“He dicho: Tramp, me voy a un lugar al que no puedes venir.
Ha empezado a jadear con la lengua colgando. Ha entornado el hocico con la lengua colgando.
En sus ojos he visto que se huele algo.
Luego ha empezado la pata, la cola.
Eso y el piano esta mañana casi me han partido el jodido corazón. (…)
¡Sentado!, he dicho. ¡Sentado, Tramp!
Y él se ha sentado. Tramp es un buen perro.
¡Ahora quieto!, he dicho. (…)
En cuento he llegado al asfalto de Thyee Road, he pisado a fondo el acelerador. (…)
Ocho kilómetros más adelante, bajo la hilera de álamos de Virginia de Philbin Road, he dejado de ver por el retrovisor a Tramp a la luz de la luna.” (Págs. 39-40) 

El perrito abandonado a la luz de la luna. Una imagen, oh, de lo más tierna, sensible y rompecorazones que he leído en mucho tiempo. Por favor.
 
Cuando finalmente, superados todos los dramas, Rigby se echa a la carretera uno piensa “bueno, se acabaron las lloros y la mojigatería, ahora empieza la road movie”. [Inciso 4: si desean una buena road novel, lean El Cadillac de Big Bopper, también de Jim Dodge]. Pero no del todo, todavía quedan conmovedoras lágrimas que derramar:

“Luego he vuelto a encender la radio para ver si lograba sintonizar alguna emisora. Lo he conseguido.
Se oía con toda claridad.
«Si vas a san Francisco, asegúrate de llevar flores en el pelo.»
Tantas canciones tristes.
He llorado todo el camino hasta Twin Falls.
He aparcado la camioneta en la calle Norby. En la esquina de Norby con South Sward.
He echado a andar hacia el sur. Solo me he detenido una vez para coger esta margarita.” (Pág. 41) 

A ver, no tengo nada en contra de que el protagonista llore y exprese sus sentimientos, ¡pero es que es la quinta llorera en apenas 30 páginas! Tampoco tengo nada en contra de Scott McKenzie, de su archiconocido himno hippy (bueno quizá sí, más en contra de la canción que de McKenzie, pero eso es otro tema), ni de que los hombres luzcan flores, pero ¡por favor, que ñoñería! Suerte que ya estaba prácticamente al final del capítulo; no me he visto con ánimo de seguir adelante. He cerrado el libro y he ido corriendo a la cocina a lamer un limón y tragarme un puñado de sal para quitarme de encima tanta sacarina y tanto trascendentalismo trascendental melindroso. 
 

SEGUNDA PARTE 

Pasada la crisis diabética, ya más sosegado y releyendo lo escrito, me he preguntado si acaso no soy yo el que anda errado y en realidad la novela no es tan mala como presupongo. He vuelto a coger el libro y en la contraportada he leído un extracto de la crítica del New York Times Book Review: “El milagro de Ahora es el momento es que nos obliga a reconsiderar todas nuestras ideas acerca de la narración, la historia y el mito… Spanbauer captura la música de la mente y del cuerpo.” No sé a qué música se refiere, si son los pastelazos de romanticismo barato de Elton John, Meat Loaf y Bryan Adams, entonces de acuerdo. Pero no, no puede ser, si el New York Times dice que es bueno, es bueno, soy yo el que está equivocado.  

Me gustaría hacer una prueba, copiar las primeras 100 páginas del libro, imprimirlas y enviárselas a varias editoriales como si las hubiese escrito yo, autor anónimo, a ver qué me responden, pero tendría que emplear un esfuerzo y un tiempo que no estoy dispuesto a malgastar. Me encantaría leer las contestaciones; apuesto a que ninguna aceptaría el manuscrito, pero claro, yo no me llamo Tom Spanbauer. Aunque, pensándolo bien y en vista de la situación actual del sector, tampoco creo que ninguna editorial aceptase hoy en día publicar a alguien como Thomas Bernhard ni a muchos otros autores que sí vale la pena leer. 

A continuación he estado navegando por diferentes blogs y he constatado que en general todas las críticas eran positivas. Sólo esta parecía que no: “Hace una semana reemprendo la lectura y, cansado como estoy de las novelas de iniciación vital y existencial, tengo que forzarme para llegar hasta la página 200. Da la impresión de que en 200 páginas el autor se toma su tiempo para que no pase nada (…) En varias ocasiones tengo ganas de tirar el libro al wáter, por diferentes razones. La primera: qué me importa a mí la vida de un ranchero en medio de sus campos en Idaho.”  

Suelto un suspiro de alivio por no haber osado pasar del primer capítulo y haberme ahorrado así mayores decepciones y porque por fin he encontrado a alguien que comparte mi opinión. Sin embargo, sigo leyendo: “Total, que llego hasta la página 200 tirándome del pelo en más de una ocasión, pero llego (no hay nada peor que llegar a la página 200 de un libro y darte cuenta de que has perdido el tiempo). Y entonces las cosas, la historia empieza a despegar, los acontecimientos empiezan a sucederse con más y más velocidad (…) de repente da un salto. Da un salto mortal. Y además esa forma de escribir que en un principio parecía como poco comprimida, como muy aireada, de repente, alcanza el reto de acercarse a la poesía pura.”
O sea, que acaba bien. Maldita sea. Definitivamente lo acepto, el problema es mío.  

Lo siento, no me hagan caso.
Lo retiro.
Todo.
Debería darle otra oportunidad a la novela.
Reciban una lágrima de arrepentimiento y una corona de flores en el pelo.
 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

DE CUENTOS

En las nubes
Ian McEwan
Cuentos
Ed. Anagrama, 2007, 147 págs. 

La última noche
James Salter
Cuentos
Ed. Salamandra, 2005, 156 págs. 

Ha querido la casualidad que en las últimas semanas me hayan recomendado dos libros de cuentos, además de un interesante artículo que pueden ustedes leer aquí. Parece ser que desde que concedieron el Premio Nobel de Literatura de este año a Alice Munro, maestra canadiense del relato corto, el cuento se ha puesto de moda, al menos en la esfera blogger. Vaya por delante que no soy un fan del género; no suelo leer cuentos, y cuando lo hago, voy a lo seguro (Borges, Cortázar, Monterroso…); lo mío es más la novela. De hecho, creo que el último libro de cuentos que leí (antes que los dos que voy a comentar, me refiero) fue Siete cuentos imposibles, de Javier Argüello, allá por el mes de junio de 2010 —una recopilación altamente recomendable, por cierto—. Sin embargo, creo que vale la pena reseñar estos dos libros ya que me han sorprendido gratamente. Al margen de polémicas estériles a favor/en contra del cuento como género literario, yo sólo distingo entre dos tipos: los buenos y los malos. Obviamente, los que voy a comentar figuran entre los primeros.

Empecemos por En las nubes de Ian McEwan. A McEwan seguramente ya lo conozcan por sus novelas Amsterdam, Expiación, Sábado o Chesil Beach, todas ellas de gran repercusión y altísima calidad. Personalmente creo que Ian McEwan representa al novelista británico por excelencia: no se puede ser más novelista ni más británico. Si en la enciclopedia existiese la entrada novelista británico —perdonen la insistencia—, sería su foto la que aparecería al lado. Y claro, eso se nota en su manera de abordar la distancia corta, porque En las nubes no es exactamente un libro de cuentos al uso. Sus protagonistas —Peter Fortune, un niño de diez años de imaginación desbordante, y su familia— son los mismos a lo largo de todo el libro. Por tanto, más que de cuentos, yo hablaría de capítulos, o mejor dicho, de episodios. Así, cada historia es un episodio de la vida cotidiana de la familia Fortune distorsionado a través de la mente fabuladora de Peter, capaz de convertir lo prosaico y anodino en auténticas aventuras. No me gusta aplicar la etiqueta de realismo mágico a McEwan por el peso de las connotaciones que acarrea, pero si la depuran de ideas preconcebidas, verán sin duda que algo de eso hay. Resulta admirable la capacidad del autor para narrar hechos tan fantásticos como el intercambio de cuerpos entre un gato y un niño, la disolución (literal) de toda una familia o la metamorfosis del protagonista en un bebé de pocos meses, siempre con sorprendente sencillez, verosimilitud y esa extrema elegancia tan inglesa y tan suya.
Lástima que al eludir el sujeto en la traducción del título al castellano se pierda inevitablemente la referencia a la idiosincrasia del protagonista, presente en el título original, Daydreamer, palabra para la que no tenemos equivalente y que vendría a significar “el que sueña de día/despierto”. 
 
Les decía al principio que sólo distingo entre dos tipos de cuentos, buenos y malos, pero no es cierto, también los clasifico en cerrados y abiertos. Los primeros serían aquellos que reproducen a escala reducida la estructura de una novela, es decir, que tienen inicio, nudo y desenlace, y por tanto, transmiten cierto mensaje o moraleja (Augusto Monterroso sería quizá su mejor representante); los segundos son más indefinidos, más volubles y aleatorios: vendrían a ser como un fragmento de una historia más amplia que no llegamos a vislumbrar, como una fotografía que el autor ha decidido fijar en un momento dado de la existencia de unos personajes, pero que también se podría haber tomado cinco minutos antes o cinco minutos después, desde más cerca o desde más lejos (como ocurre, por ejemplo, en la obra de Raymond Carver). Mientras que los de McEwan se acercan al primer grupo, los cuentos de James Salter pertenecen más al segundo. 

Efectivamente, el libro de Salter le deja a uno un poco descolocado. Sus relatos son como postales que sitúan al lector en el rol de un voyeur que echase una breve mirada a la vida de unos personajes desengañados y melancólicos que parecen moverse en un presente indefinido. Dice Rodrigo Fresán que “al leer a Salter se experimenta la curiosa sensación de estar paladeando un clásico atemporal” y estoy de acuerdo, es totalmente clásico, pero no tanto en el sentido canónico. Yo lo interpreto más mirando al pasado que al futuro, en el sentido de que, a pesar de ser actuales, los cuentos parecen narrados en blanco y negro, como secuencias de cine de los años 50 —lo que inmediatamente me recuerda al primer libro de Javier Marías, Los dominios del lobo, éste mucho más directamente basado en las películas de aquella época—.
Existen sutiles conexiones entre las diferentes historias, tan sutiles que requieren una lectura muy atenta para no pasarlas por alto; un breve detalle aquí, cierto nombre repetido allá. El estilo de Salter es sin duda exigente: es capaz de simplificar tanto por ahorrarse una frase que a menudo hay que volver sobre lo leído para aclararse, lo cual puede hacer perder la paciencia a más de uno. Sin embargo, todo queda perdonado al acabar el último cuento, sin duda el mejor del libro y el que le da título. Sencillamente excepcional. Es de aquellos relatos que le persiguen a uno durante días y que dejan un poso difícil de definir; lo podría intentar, pero lo mejor es que lo lean ustedes mismos.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

DE MELANCOLÍAS AJENAS

Tú y yo
Niccolò Ammaniti
Novela
Ed. Anagrama, 2012, 131 págs.

Este relato —cuento largo— me lo recomendó este verano Xavier Calicó (algún día les hablaré más de él), con quien comparto la afición literaria y con quien siempre que nos vemos no dejamos de intercambiar lecturas. Como Xavier lo elogió tantísimo, no dudé en sacarlo de la biblioteca (muy a mi pesar ya no compro libros debido a problemas de espacio y de dinero) en cuanto volví a Barcelona.

Y sí, desde luego tenía razón, es muy bueno. La historia transcurre a lo largo una semana durante la cual el narrador y protagonista, Lorenzo, un adolescente de catorce años, se encierra en el sótano del edificio donde vive, fruto de una mentira, en principio inocente, que sin saber muy bien cómo se va volviendo irremediablemente en su contra. Una vez instalado, recibe la inesperada visita de su hermana Olivia, nueve años mayor que él, hija de su padre y una mujer con la que tuvo una relación antes de conocer a la madre de Lorenzo, que vendrá a desbaratar sus planes e impedir que disfrute tranquilamente de su clausura voluntaria.
 
A pesar de lo que leo en la contraportada, no comparto la opinión de que se trate de una novela de formación ni de que Ammaniti ofrezca “una nueva y desgarradora visión de ese mundo adolescente del que es cronista excepcional”. Precisamente creo que el mayor acierto del libro es enfocar la adolescencia tal y como es: un periodo de cambios y contradicciones, sí, pero ni tan traumáticos ni tan radicales y desgarradores como algunos piensan y muchas novelas pretenden hacer creer. Hay personas que recuerdan la pubertad como algo horrible, conflictivo y depresivo; qué quieren que les diga, yo me lo pasé muy bien. Pregunto en mi entorno social y la mayoría de las respuestas coinciden: ojalá volviera a tener 15 años. Y así es como Ammaniti enfoca el relato, evitando caer en el truco fácil del adolescente atormentado, exacerbado, hiperromántico y/o de tendencias suicidas; simplemente lo presenta al natural. Sí, de acuerdo, Lorenzo es un poco huraño (“No empecé a hablar hasta los tres años y la conversación nunca fue mi fuerte. Cuando un desconocido me dirigía la palabra, le contestaba sí, no, no lo sé. Y si insistía le contestaba lo que quería oír. Las cosas una vez pensadas, ¿qué necesidad hay de decirlas?”), uno de los marginados de la clase que no acaba de encontrar su sitio entre los grupitos que se forman a la hora del recreo (“Cuando estaba solo era feliz, con los otros debía actuar”), ¿pero quién encaja perfectamente a esa edad? En este sentido no pueden evitarse las comparaciones con Holden Caulfield, otro ejemplo de adolescente outsider sin mayores aditivos.

Ahora bien, el acontecimiento que realmente dispara la acción es la súbita irrupción de Olivia, con nocturnidad y alevosía, en el búnker de Lorenzo. Lo que en principio parece una visita casual, una estancia de una sola noche, se convierte en una invasión en toda regla, gracias a la cual los dos hermanos —que se han visto en contadas ocasiones, que prácticamente ni se conocen y a los que separan muchas más cosas de las que los unen— se verán obligados a compartir un espacio minúsculo por motivos bien distintos. No quiero seguir desvelando la trama porque acabaré contando cosas que es mejor que el lector descubra por sí mismo. Lo que sí puedo decirles es que ambos sufren su propio vía crucis —ella físico, él emocional— después del cual ya nada volverá a ser lo mismo.
 
Finalmente, tras un desenlace que el lector ya intuye (aunque no por sabido es menos demoledor), una breve nota en la última página le deja a uno con una terrible sensación de malestar, con un frío epidérmico del que cuesta desembarazarse y que perdura varios días después. Lo primero que pensé al cerrar el libro es que las 131 páginas saben a poco; yo querría que la novela tuviese otras 100 o 200. Te quedas ansioso de saber más cosas, de que te sigan contando; te resistes a aceptar el final, pero ya que es imposible cambiarlo, exiges que por lo menos te den más explicaciones. Ammaniti, no me dejes así…
 
Sé que suena raro, pero cada vez que recuerdo este libro me asalta una nostalgia extraña, una melancolía que sé que no es mía y sin embargo la siento como mía. Dicho de otro modo: yo no sabía quién era Marcella Bella ni jamás había escuchado Montañas verdes, pero ahora, cada vez que oigo ese tema, no puedo evitar que se me ponga la piel de gallina; imagino a Olivia —bellísima, esquiva— contorneándose lentamente, cantando en voz baja, bailando con Lorenzo, y los ojos se me inundan de una tristeza que no me pertenece. 

Es posible que a Niccolò Ammaniti ya lo conozcan por otras obras suyas como Como dios manda, con la que consiguió el Premio Strega en 2007, el galardón literario más importante de Italia, y Que empiece la fiesta, novela finalista del premio Alabarda d'oro en 2010 y con la que se dio a conocer en España. No las he leído (espero hacerlo pronto) y no pretendo hacerles creer lo contrario, con lo cual no sé decirles si Tú y yo es mejor o peor que aquéllas. Lo que sí les recomiendo fervientemente es que la lean —no les llevará mucho, un par de tardes a lo sumo— y que disfruten de esta pequeña obra maestra.